lunes, 8 de noviembre de 2010

Pesadilla de FemDom extremo.

Abrió los ojos. Recordaba todo cuanto había pasado en las últimas veinticuatro horas. El armagedón. El apocalipsis. El ragnarrok. El caos más completo. Todo el mundo patas arriba, y nunca mejor dicho.

Primero fueron los terremotos. Terremotos que empezaron por tumbar farolas, árboles, casas y cualquier objeto alto. Seguidamente abrían anchas grietas por las que caía todo. Los tendidos eléctricos chisporroteaban, las tuberías de agua y los alcantarillados se vaciaban a plena potencia durante unos minutos, entre nubes de polvo, llamaradas provocadas por las chispas eléctricas y las tuberías de gas. El ruido era ensordecedor; los bloques de edificios, tras desnudarse a cachos, acababan derrumbándose con grandes estruendos. A eso se añadía los retumbes de la propia tierra al abrirse...

Por todas partes la gente corría y gritaba despavorida. Muchos caían en las grietas, entre alaridos de terror, seguidos de los de sus seres queridos que se quedaban arriba con las manos tendidas hacia el abismo.

Sí, recordaba con profunda riqueza de detalles. Pero aún con todo eso, la parte férreamente encarcelada de su razón ni se inmutó. Pues cuatro meses antes, quien había sufrido un terremoto mucho más devastador fue su vida. Un estúpido accidente de tráfico se había llevado a su mujer y a su hijo. Desde entonces luchaba por emparedar sólidamente sus emociones, todas conducían al suicidio. Y estaba en una fase de indiferencia flemática y atrozmente mecánica en su mente para afrontar lo que le quedaba de vida, cuando fue el mundo de los demás el que se vino abajo de la forma más destructiva que se le antojaba a la naturaleza... o eso creía entonces. Sólo veinticuatro horas antes.

Pues de unas pocas grietas que se habían abierto transversalmente, dejando una especie de rampa en sus interiores, surgió al principio un extraño rumor. Los supervivientes, en estado de choque todavía, no prestaban atención, pero él sí. Se acercó a una de esas grietas.


Le llamó la atención la rampa. Ni un ingeniero de caminos podía diseñarla mejor. Cabían hasta tres camiones en lo ancho de su calzada. Luego estaba la pavimentación. Suelo rugoso, heterogéneo y extrañamente liso, con las típicas aristas saliendo aquí y allá, pero demasiado artificial como para que obedeciera a la caótica termodinámica que acababa de explotar...

Pero lo más sorprendente fue el sonido que partía de su interior. En otras simas sólo reinaba el silencio, interrumpido por chispas, explosiones y desagües burbujeantes. Pero en ésta, y en alguna otra de más allá, el rumor que se oía era distinto. Lo analizó fríamente conforme iba distinguiendo los tonos, y corrió a esconderse en el primer hueco.

Recordó las profundas y retumbantes pisadas de algo que parecían rinocerontes o elefantes al galope. Luego los gritos y barritos. Gritos proferidos por gargantas humanas, pero de tonos salvajes e inhumanos. A los que se unieron los de la gente que caía bajo golpes secos, seguidos de un desplome fofo y un estertor. Los supervivientes al terremoto corrían despavoridos, también gritando y cayendo. Cerró los ojos y los oídos con fuerza para guardar su cordura, encogido en la sombra.

Recordó cómo aguantó así hasta que abrió poco a poco los oídos. No se oía apenas nada. Se levantó y salió. Lo que vio era incalificable e indescriptible. Cuerpos abiertos a machetazos, ensartados por lanzas y flechas oscuras, desmembrados... Lo dantesco de la visión penetró en su acorazada psique y le hizo entrar en estado de choque, hasta que un golpe en la nuca le hizo perder el sentido.

Antes de abrir los ojos, notó el rígido vaivén del carro. Olió vapores repelentes de sulfuros, cenizas, casi fundiciones. Abrió los ojos. Estaba en una jaula rudimentaria de maderas, acompañado de otros desgraciados como él, en estado de choque algunos, y todavía desmayados el resto, amontonados de cualquier manera. Se alzó como pudo y miró al exterior.

Grandes ríos de lava corrían unos pocos metros más allá. Lava líquida, burbujeante y luminosa, que cubría todo cuanto alcanzaba la vista de tonos rojos y ocres.

Echó un vistazo a los captores. Jinetes sobre extrañas criaturas gordas, acorazadas y aparentemente torpes. Lo más sorprendente era que, entre las pesadas y rudimentarias armaduras que portaban, creyó adivinar formas femeninas.

Tras un corto viaje más, se metieron en diferentes cuevas. Un auténtico laberinto oscuro y rojizo. Pero le llamó la atención que el techo más allá de las cuevas iba ascendiendo más, y más, y más, como una inmensa cúpula subterránea difícil de creer por lo que significaba haber descendido en las entrañas de la tierra. En los breves luceros abiertos a modo de respiraderos, percibía que dicha cúpula iba tomando dimensiones extraordinarias, hasta casi perderse de vista, entre nubes y otros gases.

Pararon de repente, en fila. Una mujerona gruesa, equipada con oscuras y toscas placas pétreas y tocada con un casco integral igual de deforme, pasaba revista. Se abrían los carros por un lateral, ella echaba un vistazo, golpeaba a los que estaban dentro y señalaba a algunos, que eran separados a tirones y golpes, sin consideración. La mayoría estaban desmayados, pero alguno se resistía, y entonces las guardianas caían sobre él con garrotes y palos, hasta que cedía. Cuando llegó el turno a su carro se llevaron a tres que no tenían fuerzas para oponerse.

A todos los demás los echaron a una cueva oscura y sin salida. Una roca plana los encerró, quedando todos en unas tinieblas apiñadas y axfisiantes, rota por un par de rendijas. Cada cual se acomodó a tientas, todavía anonadados, en mutua comprensión solidaria. Varios trataron de hablar, pero sólo les salían gallos en la voz, no podían articular sonido alguno. Hubo alguien que sí logró decir algo, preguntando qué eran esos seres, de dónde habían salido, pero al no obtener respuesta, optó por guardar silencio. Y en ese silencio opresivo, se oía lo que quiera que hicieran allá fuera.

Todo ello en apenas un día.

Se oían mayormente gritos. Aullidos de dolor, de júbilo, de decepción, de alegría... Pasos retumbantes, tambores rústicos de vez en cuando, bramidos, barritos, rugidos, ladridos... Todos ellos desnaturalizados. En cierto momento, notaron cómo una roca cercana era arrastrada y a continuación, oyeron gritos conminatorios, seguidos de azotes y quejidos...

-Eso parece que ha sido aquí al lado... -llegó a musitar uno.

Después de largo rato en donde seguía la misma barahúnda, notaron cómo la roca de entrada se movía, abriéndose. Todos se echaron al fondo. En el hueco asomaron dos enormes figuras rechonchas, armadas con garrotes y teas, y empezaron a golpear a los primeros, conminándoles a salir.

Los subieron a un carro de maderas quemadas empujado por un paquidermo coriáceo, lento y dócil, que obedeció al tirón de la conductora y emprendieron la marcha.

Tras recorrer oscuros y mugrientos pasillos, asomaron a una larga rampa cuesta arriba que allá al final daba a una bóveda enorme, iluminada con inmensas fogatas cavadas en la roca y vigiladas por guardias. Conforme iban subiendo, el viudo se iba haciendo a la idea de las dimensiones del recinto. Más abajo empezaron las gradas, ocupadas hasta los topes de figuritas vociferantes. Las gradas se iban acercando... hasta que asomaron por completo.

Un inmenso circo subterráneo. Circular, con bancadas de piedra concéntricas, ocupadas de bote en bote. El círculo más pequeño, el primero, daba paso a un pasillo al otro lado del cual un muro caía a pico sobre una especie de explanada, toda cubierta de regueros de sangre y muchas vísceras machacadas.

El viudo se quedó impactado por la visión, pero se recuperó enseguida, notando algo extraño ahí abajo, algo que no cuadraba en su mente técnica. Pero estaba con los ojos fijos en un sitio muy especial.

En medio de las gradas sobresalía un túmulo de piedra, sobre el cual había un puesto privilegiado de observación, equipado con lo que se consideraban todas las comodidades de una sociedad tan primitiva: un imperfecto dosel hecho de pieles curtidas pero sin refinar, bustos de piedra, colgantes de cuentas sin apenas proporción entre ellos... Y en el centro de ese puesto, un trono ocupado por una mujer.

A diferencia de las simiescas mujeres que hasta ahora les dirigían y las que ocupaban todo el graderío, esta mujer era distinta: proporcionada, pelo largo, negro y abundante, pechos desafiantes, caderas fuertes, vientre plano, muslos incitantes, piernas torneadas. Sus ademanes eran secos, seguros y autoritarios. No alcanzaba para distinguir sus rasgos faciales, pero se notaba su dominio y autoridad, su alegría malsana al ver cómo las guardianas golpeaban a los del carro para bajarlos a una especie de pasillo.

El pasillo conducía a una pasarela rígida de piedra, sin barandillas, que asomaba unos cuantos metros hacia el escenario, colgando la punta literalmente sobre el vacío.

Por ahí forzaron al primero de los recién llegados. Se resistía; le daban golpes, le tiraban de los pelos, de sus partes, hasta que le cogieron de los brazos y de las piernas, y entre cuatro robustas guardianas lo plantaron en mitad de la pasarela. Éste se quedó allí temblando, mirando en derredor aterrado, mientras las guardianas se retiraban, excepto una, que enarbolaba una lanza con la punta apoyada en el cuerpo de la víctima.

Todas las espectadoras gritaban, se burlaban, se reían, hacían gestos de desprecio... Una señal de la reina hizo que guardaran silencio. Parecía calibrar al hombre. Una expresión de desprecio y asintió.

Se abrió una portezuela del muro circular de abajo, y de ahí salió corriendo un bicho raro: una especie de perro gigantesco, deforme, sin pelo, con los ojos inyectados en sangre y las fauces completamente descubiertas, rugiendo. Miraba a todas partes, hasta que se fijó en la pasarela, y empezó a dar vueltas por debajo, saltando y mordiendo el aire.

El hombre que aguardaba encima dio un traspié, pero no cayó. No obstante, la lanza se clavaba en su espalda, conminándole a andar hacia la punta. Allí, la guardiana le tendió una estaca de madera de tamaño considerable y le dio un último tirón.

El desgraciado cayó de mala manera, sobre su espalda, y antes siquiera de enarbolar su arma, el bicho se le lanzó al cuello y de un bocado se lo arrancó.

Una burla unánime de aburrimiento sonó entre la gente. Sacaron a otro. Lo mismo, se resistía y hubieron de darle golpes para que anduviera por sí mismo toda la pasarela. Ni siquiera le dieron una estaca. Le señalaron la que permanecía en los dedos muertos, ahí abajo, y lo tiraron.

Este tuvo un poco más de pericia: cayó más o menos de pie, y se hizo con el arma. Pero al instante se vio arrastrado por el carnívoro, que saltando hacia él se había enganchado a su brazo derecho, desequilibrándolo y tirándolo al suelo. Un segundo mordisco en su cuello, y todo acabó.

Algunas risotadas, murmullos de aburrimiento y gestos despectivos. Otro más, y otro, que no tuvieron mejor suerte... hasta que hubo uno que tuvo habilidad para esquivar y atacar, volver a esquivar y amagar, y de un golpe seco y decisivo, logró acabar con el perrazo. Lo remató con torpeza y nerviosismo hasta que el garrote se partió.

Sonó un clamor general. La reina demostró un súbito interés, se incorporó un poco sobre su trono, y después de un rato, alzó la mano. Todo el mundo guardó silencio.

El vencedor respiraba hondo, y se enfrentaba desafiante a la reina. Ésta hizo otro gesto, y entonces toda la explanada del fondo vibró.

Despacio, con graves retumbes, arrastres de cadenas y roces de rocas, el círculo se abrió en dos, ensanchándose lentamente. El que estaba ahí se acercó al borde con curiosidad y se asomó. En cuanto vio lo que aguardaba debajo, empezó a temblar. Se retiró hacia atrás, con pasos casi de borracho, tiró la madera astillada y corrió al punto más lejano, gritando y suplicando. Buscó agarraderos para trepar, pero no encontró ninguno. Intentó apoyarse en algún saliente de las portezuelas que se divisaban, pero nada.

Mientras tanto, las dos mitades se iban desplazando, revelando su interior. Un gigantesco osario, montones y montones de huesos roídos por todas partes, algunos blancos, otros todavía con pedazos de carne pegada. Todo cuanto se veía estaba cubierto de huesos. A medida que se abría la explanada, la gente empezó a tocar palmas y a patear en el suelo, a un ritmo obsesivo, cada vez más fuerte. Un tambor emitió su llamada, al mismo son.

El viudo se explicó entonces el porqué de las vísceras machacadas. Los cuerpos que iban arrastrando las placas conforme se escondían iban rodando, empujados por el borde, o bien, si no rodaban, resultaban machacados a fondo, tragados por el imparable molino que era aquello. Un par de cuerpos, tras haberles sido arrancados los miembros que actuaban de freno, rodaban… hasta que las placas se ocultaron por completo, momento en que caían.

Como cayó el superviviente, que gritaba y gritaba pidiendo ayuda, intentando agarrarse a cualquier asidero; incluso buscó en los huecos donde se ocultaban las placas, pero éstos estaban convenientemente redondeados, y a pesar de poder engancharse durante unos instantes, acabó cayendo.

Cuando sus pies tocaron el suelo, de repente se hizo el silencio. El pobre hombre miraba a todas partes, los huesos, las puertas, de donde había salido el primer animal; no se atrevió a dar un paso.

Desde arriba empezaron a tirar cosas, armando una barahúnda de mil demonios. Un montón de huesos se movió, y de debajo salió un monstruo. Una especie de asqueroso sapo gigante, de piel verrugosa, con los ojos pequeños, casi inexistentes, hocico prominente y boca enorme y con dentadura deforme, que abrió emitiendo un áspero rugido de impaciencia y fastidio.

Eroonmala
El monstruo se sacudió los huesos de encima y empezó a andar, arrastrándose sobre su enorme panza. Olisqueaba el aire. De repente se quedó quieto, mirando a su víctima, que no se movía en absoluto, presa del terror, como esperando que su aparente ceguera le permitiera pasar desapercibido. Pero fue en vano. La bestia se fijó en él como si brillase con luz propia y en un par de saltos se plantó frente a él y le partió el cuerpo en dos.

La muchedumbre jaleaba a todo pulmón, riendo, con gestos de desprecio, obscenos, desagradables, bestiales. Mientras, la reina permanecía indiferente, ahí arriba.

De inmediato, se empezó a cerrar, con gran estrépito de cadenas, roces chirriantes de rocas y demás, mientras el gentío se repantigaba, se relajaban, hablaban entre sí...

Las víctimas se miraron. Habían comprendido. Sus ojos y voces trémulas destilaban desesperación, miedo y flojera corporal. Algunos se derrumbaban, incapaces de sostenerse.

Las guardianas acudieron y cogieron a uno de estos últimos, que no oponía resistencia, y lo tiraron directamente al pozo. Ante un gesto de la reina, impacientes, hicieron lo mismo con los que permanecían caídos. Alguno logró levantarse a tiempo, ayudado disimuladamente por sus compañeros, pero hubo uno que se negó a levantarse: "-Para morir así, más vale pronto que tarde..." se repetía una y otra vez, hasta que lo tiraron.

Mientras tanto, se abrieron tres o cuatro portezuelas y de ahí salieron unas pocas bestias que dieron buena cuenta de los caídos. Perros enormes, con señales inequívocas de tortura a fuego y hambre, sucios y asquerosos, que mataban todo cuanto vivía a su alcance. Cuando terminaron con los caídos, la emprendieron entre sí, quedando uno solo al final.

Cuando el viudo vio su oportunidad para enfrentarse a él y luego enfrentarse a la cosa de abajo con el máximo de sus fuerzas y reflejos, alguien había pensado lo mismo y se le adelantó, ofreciéndose a las guardianas. Estas rieron estruendosamente, y le cedieron el paso con exagerada cortesía.

El reo se tiró al pozo, cayó de pie y esquivó, todo en uno. Enarboló la estaca y en efecto, el perrazo estaba mermado por las muchas heridas recibidas de las peleas anteriores. Cayó al primer golpe, siendo rematado después.

E inmediatamente empezó otra vez el tambor, el ritmo de palmas y de patadas en el suelo, la explanada se abrió poco a poco, el reo se refugió en el punto más alejado del círculo.

Los cadáveres cayeron rodando uno tras otro a medida que las placas se ocultaban. El enorme sapo estaba todavía en el mismo sitio, dando buena cuenta de su víctima anterior. Pero algo le distrajo de su labor, y se acercó relamiéndose a donde aguardaba su siguiente víctima. Esta cayó en sus fauces, intentando golpearla con la estaca, pero no le sirvió de nada. Sonó un crujido de huesos y un gorgor de pulmones aplastados.

Las placas se cerraron de nuevo, iniciando otra vez el ritual. El viudo se hartó y decidió a ser el siguiente. Se puso delante. Esperó las risas, empujones y desprecios de las guardianas, pero éstas guardaron silencio. Le ofrecieron una estaca y le dejaron paso libre, como si fuera parte de su trabajo, mirándole indiferentes... Miró a la reina, quien tenía sus ojos fijos en él. ¿Tendría algo que ver...? En todo caso, mantuvo su resignando desafío.

Avanzó por la pasarela, firme, sin un traspiés. En la punta, miró en derredor. La muchedumbre hablaba entre sí, se reacomodaban, se pasaban provisiones, bebían, apostaban... Paró sus ojos sobre la reina, y respiró profundamente. Un nuevo perrazo estaba abajo, saltando furioso hacia él con los colmillos a la vista y los ojos inyectados en sangre. Calculó, y tras un salto especialmente grande del que necesitaría más instantes recuperarse, saltó.

En cuanto sus pies tocaron el suelo, saltó de nuevo, girando a la vez el brazo que enarbolaba el garrote y golpeando con fuerza. Se rehízo enseguida y esperó. El perro sacudió su cabeza un par de veces y saltó otra vez. Nueva finta y nuevo golpe. El perro cambió de táctica. Empezó a andar, gruñendo amenazadoramente. El viudo no se echó atrás, sino a un lado. Ambos se midieron en una especie de círculo. De repente el perro saltó. El viudo se quedó plantado sobre sus pies, sin amagar, y enarboló frente a sí su garrote, colocándolo en las fauces abiertas del animal. Rodaron hacia atrás, pero el hombre mantuvo el control. Se puso encima, y presionó el garrote contra la cabeza, echando todo su peso, hasta que se oyó un chasquido.

El viudo se levantó, recuperando el aliento. Sin apenas dar tiempo a ponerse de pie, casi se cae ante la reapertura del pozo. Empezaron otra vez los tambores, las palmadas y las pisadas. Pero él, lejos de refugiarse en el punto más lejano como sus compañeros, caminó tranquilamente hasta el borde, y cuando hubo espacio suficiente, saltó en la oscuridad.

Cayó entre dos montones de huesos. Se subió a uno de ellos y esperó, mirando a donde se suponía estaba la bestia.

Las compuertas seguían rechinando, el tambor seguía sonando, pero las patadas y las palmas habían cesado. Y el sapo no se movía. Cuando salió a la luz, se vio que estaba entretenido con la abundante ración anterior. Casualmente se le cayó encima el cadáver del perrazo, pero él se limitó a quitárselo de encima y metérselo en la boca, mascándolo cansinamente. Un golpe retumbante indicó que las compuertas habían llegado a su fin de carrera, un silencio espeso reinaba en todo el recinto. La atención de todo el mundo, reina, guardianas, aforo, incluso sus propios compañeros, estaban centradas en él, que aguardaba, relajado e indiferente el ataque final del sapo. Pensaba en su esposa e hijo, en lo mucho que había sufrido los últimos meses tras su desaparición, para contrapesar el innato instinto de correr, suplicar, sobrevivir.

Pasaba el tiempo. No había ataque. El sapo seguía a lo suyo. Una mujerona le tiró algo. Se movió un poco. Las más cercanas empezaron a tirarle cosas, entre gritos y aullidos. El sapo se hartó y lanzó un rugido atronador, que retumbó en toda la bóveda. Daba pequeños saltos, gruñendo contra las mujeres, quienes de vez en cuando acertaban en algún punto sensible, y el sapo rugía de rabia, golpeando el muro de piedra.

El viudo no aguantó más. Cogió una calavera y se la tiró. Acertó en el lomo, pero el sapo siguió amenazando a las mujeres. Le tiró dos calaveras más. El sapo pareció prestarle atención y corrió pesadamente hacia él. Pero simplemente se apartó, y el monstruo siguió su camino, hasta la pared opuesta, donde se alzó sobre sus patas traseras, amenazando a las mujeres del aforo, quienes no cesaban de tirarle cosas.

El viudo se quedó perplejo. Miró a sus compañeros, quienes estaban también tan desconcertados como él. Luego a la reina, que no le quitaba ojo de encima. Habló con alguien a su lado, quien corrió a cumplir la orden.

Se oyó un jaleo en la base de la pasarela. Los prisioneros fueron lanzados al pozo, sin consideración, todos a la vez. El sapo se volvió y corrió a grandes saltos hacia ellos. Pasó de largo ante el viudo.

El sapo se cebó en todos los prisioneros. Los partió por la mitad, los desmembró, los descabezó, y cuando terminó con el último con vida, se sentó y empezó a comer tranquilamente.

El viudo se quedó estupefacto, intentando desentrañar el misterio. Vio como de la pasarela le tendían una cuerda y se acercó. Pensó que con el ruido el sapo actuaría, pero nada. Sólo levantó un poco la cabeza, y siguió con lo suyo.

Se ató a la cuerda sin prisas, y lo izaron. Le ataron las manos con fuerza y se lo llevaron de allí. A través de pasillos y cruces de pasillos, todos oscuros, negros por el humo de las teas. Subieron escaleras.

Al cabo de un pasillo especialmente largo, donde se apostaban simiescas guardianas cada dos por tres, entraron en un salón. Toldos gruesos tapaban algunos huecos. Una especie de lecho cubierto de pieles a un lado, mesas y sillas de piedra y madera chamuscada a otro, una hoguera en una pared... y unas cadenas colgando encima de unas argollas a ras de suelo, al que las captoras ataron muñecas y tobillos sin consideración, dejando su cuerpo tirante con unos lastres colgando al otro extremo de las cadenas..

Un toldo se abrió y apareció la reina, quien se acercó sinuosamente a él. Alta, de formas potentes, toda ella destilaba fuerza, dominio y atractivo casi animal. Cabellera larga y negra, voluminosa por un ondulado irregular. Ojos negros, piel pálida, labios ennegrecidos, brillantes y perfilados; collares primitivos de cuentas, un camisón de piel fina ajustada a su silueta realzaba sus encantos... Se lanzaron ojeadas mutuas, midiéndose.

Tras dar una vuelta, ella le cogió del pelo, tiró y miró en su nuca. Al no ver nada entró en cólera. Llamó a gritos a las guardianas, quienes se presentaron al punto, y tras serles ladradas unas órdenes, una de ellas salió corriendo. La reina siguió su vuelta, hablando en idioma ininteligible. Pero el viudo notó pausas, cómo esperaba su respuesta, y ella volvía a hablar en tonos distintos.

Se oyó jaleo por el pasillo. Una mujerona apareció acompañada por la guardiana. El atado creyó reconocerla como la que pasó revista al bajar de los carros.

La mujerona, a pesar de su volumen, fuerza física y semblante amenazador, parecía asustada. Respondió a unas preguntas de la reina, y se aceró a mirar la nuca del prisionero. Al no ver nada, empezó a temblar. Se apartó caminando hacia atrás, y poniendo espacio entre la reina y ella. Ésta se acercaba sin parar de hablar en tonos amenazantes. La otra respondía cada vez más débilmente, intimidada y disminuida. En la charla dieron la vuelta despacio en torno al preso, y de repente, delante de éste, la reina empezó a descargar fustazos tremendos contra la otra, quien no se atrevía a resistirse, sólo se cubría con los brazos, arrebujada en el suelo.

Un grito, y las guardias se llevaron a la carcelera, medio desmayada. Se quedaron solos. Ella clavó sus ojos en él y se acercó sinuosamente. Le tiró del pelo, y con la punta de la fusta le repasó los rasgos faciales. Bajó por el cuello y el torso, hasta el abdomen. Rebuscó en la ingle. Un leve golpe en el muslo le arrancó un quejido.

-¿Porqué no temes morir?

El tremendo escozor desapareció, y clavó sus ojos en los de ella, asombrado.

-Contesta -le conminó ella con otro pequeño fustazo.

Soltó otro quejido, pero permaneció en silencio, desafiante, pasada la sorpresa. Ella lo captó y se alejó a una especie de bar, donde se sirvió un líquido en un recio vaso.

-Has sufrido una pérdida muy grave hace algún tiempo, ¿verdad? -sonrió al ver el leve rictus de asombro. -Por eso no temes a la muerte. -Se acercó a él de nuevo, a su cara, casi apoyándose en su cuerpo, y susurró. -Pero existen muchas formas de morir... y yo sé de algunas muy, muy dolorosas, que los hombres de la superficie nunca imaginaríais... Pero eso dependerá de tí. -Y tomó un sorbo.

-Perdí a mi mujer y a mi hijo hace cuatro meses.

-Me lo imaginaba.

-¿Quiénes sois vosotras...? -se aventuró a preguntar, antes de sentir un fustazo cruzándole la cara.

-Aquí sólo yo hago las preguntas.

Bebió otro sorbo, se pasó la lengua por los labios y se encaró con él otra vez, medio sonriente.

-Somos las nepclusidias.

El otro restregaba la cara contra el hombro la sangre que emanaba del azote, y se pasaba la lengua por los labios.

-¿Qué? ¿no me haces más preguntas?

-Sí, para que me azotes otra vez, sádica -contestó el hombre entre dientes, con odio en los ojos.

La reina soltó una salvaje y larga carcajada.

-¿Sádica...? Nunca he oído esa palabra cuando estaba arriba. Pero si sádica quiere decir que disfruto dañando a la gente, sí, soy sádica. Me gusta hacer daño a la gente... -le soltó un fustazo en el pecho, y se encogió con un leve grito -... pero contigo en concreto, no. -Mohín de travesura siniestra.- Ya tengo cientos de esclavos a mi disposición para eso. Esto y esto -le soltó dos azotes en el pecho - es por el tono insultante con que lo has dicho.

Se acercó otra vez al mueble y escanció de nuevo la copa.

-Tono insultante, no rebelde. De lo contrario te arrancaría la piel a tiras... Te preguntarás porqué estás aquí. -Se apoyó de espaldas contra el mueble mientras bebía. Sus caderas se inflaron provocativamente contra la esquina. -Porqué tú, de entre todos los hombres de ahí abajo. Respuesta fácil. Porque no tienes miedo de morir. No como esas babosas de superficie que se aferran a sus vidas con sus malolientes y asquerosas babas, dejándolo todo perdido tras de sí. Lo has demostrado ahí abajo. Eroomnala no detectó nada en tí, y por eso pasaba a tu lado sin hacerte nada. Eroomnala sólo se guía por el miedo y el terror que despierta por reflejo en sus víctimas. No necesita más para perseguirlas y cazar. Tu reciente pérdida de seres queridos ha extirpado tu instinto de supervivencia, sin dejar rastro alguno. Con el tiempo te podría crecer de nuevo, pero... yo me ocuparé de que no sea así.

Bebió otro sorbo, y con pasos provocativos se acercó a él. Puso la punta de la fusta en su escroto, removiendo con suavidad.

-Pues el miedo os vuelve viscosos, repelentes, sin vida, auténticas marionetas, despojos, desperdicios de recursos vitales. Y alguien sin eso, alguien como tú, rebelde y sin miedo, me gusta. Seguramente habrán más, pero tú eres el primero en caer en mis manos. Deseo quebrarte, ver hasta dónde aguantas sin miedo. Además estás bien dotado, y eres joven y vigoroso. Estarás aquí para satisfacer todos mis deseos íntimos, y vivirás, comerás y beberás de mi mesa en tanto sea así. En el momento en que no cumplas, ya pensaré en qué haré contigo, si entregarte a mis guardianas, matarte lenta y dolorosamente para mi placer, matarte de golpe sin dolor o dejarte libre en la superficie... -Bebió otro sorbo. -No creas ni por un momento que la última opción será la más válida para tí. El mundo en el que vivías, tal y como lo conoces, terminó anteayer. No sólo nosotras las nepclusidias hemos emergido invadiéndolo; en otras zonas han surgido otras tribus, y han invadido desde abajo todo cuanto está a la vista. Mis últimas noticias es que hace dos horas ha caído el último bastión de la superficie en las antípodas del planeta. Las islas y los barcos será cuestión de tiempo. Con toda vuestra tecnología, armamentos, equipos, vigilancias, os habéis preparado para defenderos de vosotros mismos desde aire, mar y superficie terrestre. Pero nunca habéis sospechado que la auténtica amenaza estaría bajo vuestros pies. -Apuró la copa. -Así que, si deseas vivir, compláceme.
 
-Pues la amazona a la que has azotado sí tenía miedo -tensó el cuerpo para recibir el azote. Y ella alzó la vara y se acercó decidida a soltarla, pero se paró de repente. Sonrió complacida.
 
-Ajá. Ya no la verás más.
 
-¿Que ya no la veré más...? -dijo el hombre por reflejo. Recibió otro fustazo en sus muslos, lo que le hizo rugir de dolor.
 
-Creía que ya lo habías adivinado...
 
El otro se rehízo y alzó la cabeza, con los ojos llenos de ira. Iba a soltar un exhabrupto, pero se contuvo. Achicó los ojos.
 
-Así que puedo decir lo que quiera, siempre que no sea una pregunta...
 
-Vaaya, por fin. Eres muy listo. Me has descubierto el juego.
 
-Eres muy cruel y retorcida. Y la siguiente regla será algo tan estúpido como azotarme si termino una frase en a, por ejemplo. Y me azotarás hasta que lo adivine y y pueda librarme...
 
-Yo en tu lugar no iría dando ideas...

1 comentario:

  1. Gracias por la invitación, pero éste no es en absoluto un blog erótico, tan sólo un blog muy personal en donde me expreso sin censura. Así que no estoy interesado en participar.

    Un saludo.

    Arturo Espada.

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