miércoles, 23 de febrero de 2011

Secretaría de dirección ¿dígame?


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Se abrió la puerta.

-Adelante, por favor. Espere aquí. Elena vendrá enseguida.

-No hay problema –dije, mientras me quitaba la chaqueta. Señalé la puerta del despacho de la jefa. –¿Tienen mucho trabajo?

-Creo que ahora están con la auditoría trimestral…

-Ah, entiendo… –dejé la chaqueta en el respaldo de una silla y me senté. –Bien, muchas gracias.

-A tí. –Cerró la puerta y se fue.

Me fijé en el mobiliario. Imponía bastante, la verdad. Claro que su cargo no era para menos. Pero ya estaba acostumbrado. De venir a recoger a Elena cuando salía del trabajo, las recepcionistas ya me conocían y me pasaban directamente con ella.

No pude evitar echar la enésima mirada de rencor a la puerta del despacho de la jefa. Siempre la cargaba con tareas de última hora, así que me hacía esperar. Apenas suponían retrasos de cinco minutos habituales, a veces diez, incluso un cuarto de hora, pero aún así…

Me fijé en la mesa. Se la habían cambiado hacía poco. Esta era más grande, más profunda, con alas hasta el suelo. La anterior no disponía de alas, lo cual hacía que mi espera se acortara, porque así me regodeaba en las fantásticas piernas de Elena, visión a la que ella contribuía con cruces pícaros, faldas hasta por encima de la rodilla, medias finas y zapatos de tacón alto, mientras atendía al teléfono y al ordenador. Una compensación cómplice y discreta en especie por mi paciencia, que yo agradecía enormemente. Pero, claro, para ello debía trasladar la silla en la que me sentaba hacia lo más a la esquina que podía, y que la jefa, al parecer, toleraba… hasta que cambió el mobiliario.

La jefa era una mujer de armas tomar. Madura, alta, un poco rellena, siempre pulcramente vestida con elegantes trajes de chaqueta, con voz potente, de tratamiento exquisito, alguna que otra familiaridad y confianza para conmigo, sonrisa preciosa (las pocas veces que sonreía), unas gafas de montura discreta que llevaba colgadas en el cuello y que se ponía para leer y escribir… Estaba casada, y no me imaginaba cómo sería el pobre marido.

Oí voces aproximándose. Una la de la jefa, de hecho parecía la única. Y el tono no presagiaba nada bueno. Abrió la puerta de repente, y me puse en pie. Entraron ella y Elena, que tomaba notas en un cuaderno.

-…espero de una maldita vez ese presupuesto para el cursillo de informática. Llámales mañana, y diles que, como no lo tengan listo, que desistan definitivamente… Ah, hola, Arturo. Discúlpeme. Acuérdate también de pedir las notas para presentar nuestra oferta en el concurso de lo de Malvarrosa, que también incluya la análisis de posibilidad de estado de cooperativa con Huáscar. ¿Este es el informe de las condiciones de lo de la fundición…? Vale, me lo llevo. Ahora llama a Partis, y pásamelo. Lo que no se le ocurra a ese inepto por no hacer su trabajo, de no ser por sus colaboradores…

La voz se extinguió tras la maciza puerta del despacho de la jefa. Elena terminó de anotar y me dio un rápido beso. Cogió el teléfono y se lo puso contra el hombro, mientras giraba en torno a la mesa y buscaba en una agenda. Se sentó y tecleó en el ordenador a un ritmo infernal.

Estaba preciosa, así, despidiendo vitalidad a chorros sin proponérselo. Le pasó la llamada a la jefa, y colgó el teléfono.

Yo me puse despacio a sus espaldas y empecé a masajearle los hombros. La tensión en ellos era palpable. Ella parecía no notarlo, hasta que dí con un punto sensible, y reaccionó, respirando hondo, encogiendo y distendiendo los hombros, alargando el cuello y cerrando los ojos.

-…ummmm… –murmuró por lo bajito.

El timbre del teléfono rompió la magia. Contestó al instante, mientras se reconcentraba en el ordenador.

-Despacho de Eva Montañez, dígame –Intenté seguir con el masaje, pero el teléfono y el respaldo me incomodaban mucho. Me retiré un poco atrás. -No, doña Eva no puede ponerse ahora… si me deja un número de teléfono, le llamará más adelante… sí… ajá… sí…. vale, de acuerdo… No, espere, creo que ese dato se lo puedo proporcionar yo misma ahora, si me da un momentito… –tecleó en el ordenador –En efecto, aquí lo tengo, 50 sobre 15 el primero, 30 sobre 35 el segundo y cuatro cuartos en el último… sí…

Desde atrás, su nuca estaba deliciosamente expuesta, pero muy torcida. Metí los dedos ahí, jugando con la pelusilla. Ella seguía hablando. La otra mano fue despacito a abarcarle un pecho por encima de la blusa. Ella seguía hablando. Masajeaba ambas zonas cada vez con más insistencia. Ella seguía erre que erre hablando, hasta que colgó.

Yo me esperaba una bronca por el atrevimiento, pero estaba tan concentrada que se olvidó de mí cuando se levantó, abrió un armario, rebuscó entre los ficheros, cogió un papel y sin despegar la vista de él, llamó a la puerta del despacho de la jefa. Sin apenas esperar respuesta, abrió y entró.
Solté un largo suspiro. Me fijé en la mesa. Desde ahí atrás se veía inmensa. Agaché un poco la cabeza. Alcé una ceja, miré a las dos puertas, y con el corazón en un puño y mueca de decisión, aparté la silla y me acurruqué ahí abajo.

No me equivocaba. Aquel espacio era lo bastante profundo como para que yo cupiera con cierta comodidad y ella asomara las piernas lo suficiente y fingir al exterior que estaba cómoda.

Se abrió la puerta del despacho, y Elena y la jefa salieron hablando. Tragué un bocado de aire ¿dónde me había metido…? ¿en qué brete acababa de poner a Elena? Ay, madre… Ví cómo Elena se sentaba con acostumbrada agilidad en la silla y se metía en el hueco, todo en uno, mientras contestaba a todo lo que le preguntaba la jefa. Me aplasté contra el fondo, con la esperanza de que Elena no notara nada, y lo conseguí, pero la jefa no se iba, y parloteaba y parloteaba sin cesar.

Iba a resignarme, cuando centré la vista en las deliciosas rodillas de Elena, en sus pantorrillas, en sus zapatos. Y entonces saltó el chispazo.

Puse una mano firme en la pata de la silla, y con la otra rocé el tobillo. Su reacción fue la esperada: un leve sobresalto, un gritito ahogado y un contenerse con mucha dificultad.

-¿… qué pasa? –preguntó la jefa, interrumpiendo su perorata.

-Eh… no, nada, nada… que me he pinchado con… con el clip…

-Ah, vaya… ¿a ver? ¿te has hecho sangre?

-¡No..! No, gracias, no es nada… eh, ¿ve? no hay nada de sangre… Ha sido sólo un pellizco…

-Bueno, vale… ¿por dónde íbamos…?

Y la jefa reanudó su retahíla de instrucciones, consejos, preguntas y demás. Y yo alzaba los dedos por las pantorrillas, masajeándolas despacito. Y Elena contestando muy profesional y solícita a la jefa.

Mis dedos se hicieron más atrevidos. Subieron a la parte de atrás de las rodillas, rebuscaron en sus pliegues y una mano se metió despacito entre los muslos. Ella cerraba con fuerza, pero yo introducía poquito a poquito. Contuve con dificultad la risa al simbolizar ese acto: ella tan femenina y virtuosa, con una larga entrada a su intimidad, resistiéndose pero sin dejarse llevar, y yo tan varón, penetrando implacablemente poco a poco.

La jefa seguía dando la lata, hasta que sonó el teléfono. Elena lo cogió y atendió. La jefa, viendo que iba para largo, se fue a su despacho.

Entonces ella fue todo patadas e intentar salir de allí, frenética, mientras su voz era fría y profesional. Yo me resistía, sin soltar la silla y sin dejar de mover los dedos entre sus muslos, que ella abría ahora y con las manos intentaba sacarlos de allí.

Se zafó de mí y dio un salto atrás, gesticulando furiosamente con la mano para que saliera, mientras su voz no variaba un ápice en lejanía y concentración, contraste que a mí me encendió más aún.

Una puerta se abrió, y sentarse otra vez y colocarse en la mesa corriendo fue todo uno. Otra vez se ponía al alcance de mi mano, y esta vez la metí hasta sus braguitas, antes de cerrar los muslos como un cepo.

-… un momento, por favor –rogó Elena, y pulsando un botón, prestó atención a su jefa.

-Me voy ya. Acuérdate de llevarte el informe para que le eches un vistazo. No tardes mucho en irte tú también. Por cierto… ¿dónde está Arturo?

-Emmm… ha salido a tomar un café, enseguida vendrá.

-Bueno, acuérdate de lo que hablamos,¿eh…? ¡No lo dejes escapar! –soltó una risita, mientras abría la otra puerta y desaparecía por ahí.

Aquello me dejó un poco estupefacto, más quieto que la mojama. Elena retomó la llamada, que resolvió en un pispás, y colgó. Saltó furiosa.

-¡Pero bueno! ¡sal de ahí ahora mismo, Arturo, vamos!

Salí despacio, casi con las manos en alto. Ella se recolocó las medias y la falda, mientras yo me enderezaba.

-¿Qué, qué es esto?- se fijó alelada en las manos, que mantenía en alto. –¿Temes ir a la cárcel…? –se echó atrás, poniendo espacio seguro en la explosión inminente. –Pero bueno, ¿tú estás loco? ¿cómo te atreves a hacer esto? ¿cómo te atreves a poner en juego mi trabajo…? ¿sabes qué hubiera pasado si Eva te hubiera descubierto? –yo aguantaba el chaparrón inmutable. Ella golpeó las manos con furia. –¡Bájalas ya, joder! ¡No estás en prisión, ni nada parecido…! Esto es serio ¡muy serio!, y no es para tomárselo a risa… Pero, ¿puedes… puedes concebir siquiera el riesgo que has corrido, que me has hecho correr a mí…? ¿es que mi trabajo no significa nada para tí? ¿quieres que me despidan? ¿es eso?

Su rostro encendido y desencajado, sus ojos brillantes, su gestos rápidos, su furia desbordante, su temblor corporal… la hacían cada vez más atractiva a mis ojos. Abrí mis brazos y me acerqué despacito a ella. La tomé en mi torso, aguantando sus tirones, golpes y resistencias. Y algo se desbordó en ella, porque rompió a llorar en mis brazos, deshaciéndose poco a poco. La sujeté con mimo, sin dejar de acariciarla y peinarla.

Estuvimos un buen rato así. Sonó el teléfono un par de veces, pero yo reprimí su reflejo de descolgarlo. La segunda vez ni siquiera lo intentó. Estábamos ambos sentados en una de las sillas de la pared de enfrente.

Finalmente, ella se levantó, respirando hondo. Caminó despacio hacia el perchero, tomando su bolso, su bufanda y su abrigo. Cogí el primero y el segundo, y el abrigo se lo abrí, ayudándole a ponérselo. Ocultaba la cara adrede. Del bolso sacó un espejito y se arregló. Apagó las luces y el ordenador. Yo me puse mis prendas, la abarqué con el brazo y salimos de allí…

(Dedico esta entrada con cariño y respeto a Belkis, que ha sido quien me ha dado el primer empujón en la rampa hacia abajo de la inspiración)

domingo, 20 de febrero de 2011

¿Y si de repente me limito a mirarte?

En silencio, giro despacio la cabeza. Tú estás concentrada mirando la televisión, en un ángulo en que no percibes mi nuevo estado. Y no separo mis ojos de tí.

Tu pelo, al que he visto en todas las situaciones cotidianas posibles: enmarañado nada más levantarte de la cama, chorreante en la bañera buscando la toalla, húmedo, en selecto corte de peluquero para una salida especial, una boda o una fiesta; en discreto recogido para diversas reuniones y entrevistas laborales…

Tu perfil, esa nariz pecosa y fina, pero de punta roma, que proporciona carácter y energía a tu expresión. Esa barbilla con un leve hoyuelo en medio, que cuando sonríes se multiplica por dos y se trasladan a ambas mejillas…

Tu cuello, corto y delgado, de piel sumamente sensible…

Tus manos, regordetas, de dedos finos…

Y me invade una paz sólida en la que el tiempo se detiene, y no me doy cuenta de que me devuelves la mirada, y percibes por mi leve sonrisa de lo que pasa por mi mente, y te acercas despacito a mí, y te arrebujas contra mi cuerpo, apoyando tu cabeza en mi hombro y dejando tu maravillosa melena al alcance de mi mano…

Y te sigo mirando, sólo que ahora a través de la piel.

 

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martes, 15 de febrero de 2011

Distracciones evitables (pero no molestas).

¿Qué tienen en común todas estas capturas de pantalla?

Captura 2

Captura 3

Captura 4

Captura 6

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Pues esos enlaces-anuncios colindantes de La Redoute.

No suelo hacer ningún caso a esos anuncios, porque nunca aportan nada de interés, la inmensa mayoría son una pérdida de tiempo, cuando no timos, estafas y virus (las empresas que se dedican a este tipo de publicidad deberían someterse a una fuerte autopurga  a nivel mundial, porque su labor no tiene ningún impacto ni credibilidad), pero en este caso he hecho una excepción… y éste ha sido el resultado.

Hace algún tiempo, piqué en un anuncio de La Redoute, con esas prendas tan… ejem… sugerentes y llamativas, navegué un poco por ahí, ví unas cuantas imágenes que me gustaban, me las guardé para mi “colección”, y me olvidé de esa página… hasta que comprobé con cierto asombro que a partir de entonces dicho anuncio colindante (creo que se denominan “banners”) aparecía sin cesar en muchas de las páginas web que suelo visitar de forma periódica, como demuestro aquí.

El caso es… que a mí en concreto me distraen mucho, sea cual sea la lectura central. De tantas y buenas fotos sexys que he sacado de ahí, casi se podría decir que es un “acceso directo” a mi líbido.

Y con “buenas fotos” no me refiero en absoluto a las que están burdamente retocadas (que aquí las hay, y a montón, como en tantas otras páginas parecidas), sino a aquéllas en las que la piel de la modelo aparece con sus imperfecciones, pecas, manchitas, “piel de gallina” (creo que es un efecto secundario de recién depilada por cera)… Desgraciadamente, se da la regla de tres inversa: cuanta más “chicha” enseña (traseros con tangas, por ejemplo), más probabilidades hay de que hayan retocado salvajemente los tentadores glúteos, convirtiéndolos en algo soso, plano, sin vida, de maniquí artificial… Y dado que el nivel gráfico de estos anunciantes no es muy alto (no como La Perla, Valisere o Aubade, entre otros), suelen hacer bastante la vista gorda en muchos y muy disfrutables casos…

(Por cierto, para aquella gente que no lo sepa, y por si interesa y quieren sonreír un poco, en esta entrada de mi antiguo blog, y en ésta otra, profundizo más en mi… “sensibilidad” ante estas cosas… y añado ésta otra de propina, aunque sea más una declaración de principios que otra cosa. Suelo repasarlas de vez en cuando para comprobar su validez, si he evolucionado desde entonces, y recordar mis viejos tiempos…)

sábado, 12 de febrero de 2011

La muñeca de silicona (2)

-¡Arturo!

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-…

-Arturo, mírame…

-¡¿?!

-No te asustes, tranquilo… sé que intentas responder, pero no puedes hablar. Estás durmiendo, esto es un sueño, me he aparecido a tí en sueños y te estoy hablando en sueños…. Soy tu… bueno, a falta de una definición mejor, soy tu hada madrina. Y me he decidido a aparecer ahora por ese gran paso que has dado al adquirir a… ejem… a Dorotea. Nunca pensé que serías capaz de darlo, pero cuando has mandado el pago, has recibido a Dorotea en tu domicilio y he visto cómo te portas con ella, he decidido intervenir… ¿qué, qué te pasa…? ¿porqué te quedas así, como alucinado…? Ooh, entiendo, lo dices por mi aspecto… bueno, es lógico, ¿no…? Si la mujer que más te cautiva ahora es Maria, es lógico que me dotes de sus atributos, su dulzura, su cara, su voz y sus maneras… La verdad es que, antaño, cuando te decidiste a llamarla para quedar con ella por primera vez, también intervine, sólo que muy disimuladamente… Bueno, ¿por dónde íbamos…? Ah, si, Dorotea… Bueno, mira, Arturo, vistas tus necesidades y tu actitud, he decidido concederte una oportunidad… ¿qué…? No, ahora estamos con Dorotea… ¡no, oye, que me distraigo mucho…! Está bien, está bien, ¿qué quieres saber ahora…? ¿Maria…? Sí, ¿qué pasa con ella…? ¿que qué hice para ponerte en contacto con ella, si no notaste nada? Es que tuve especial cuidado en que fuera así, ¿sabes? Y además, tampoco fue nada del otro mundo: simplemente le dí un toque con mi varita mágica a tu corazón en cuanto abriste por primera vez su blog, de manera que te picase la curiosidad, te quedaras con su enlace y lo leyeras atentamente de cabo a rabo, y cuando llegó el momento de llamarla, te dí otro toque, para vencer tus dudas y que te lanzaras… Es una buena mujer, y de todas aquellas que están dentro de tus posibilidades, he decidido que era la mejor para tí… Aunque debo admitir que también soy un poco egoísta, porque envidiaba su físico y sus otros atributos, y que tú me invistas de ellos ahora, me da para presumir un poquito… ¿qué le vamos a hacer? soy así de coqueta. Bueno, volviendo a Dorotea, voy a darte la oportunidad de una elección presentada a tu medida: mañana por la mañana irás al supermercado, y cuando vayas a la cola en el cajero, delante de tí estará una chica atractiva y normalita, de ésas que piensas por reflejo que no te mereces. Le pasarán el género por el lector, pagará y se irá. Pero se dejará un bote de tomate entre las bolsas vacías, al final de la rampa de recogida. Cuando empaques tu compra, te darás cuenta de ello, la mirarás sólo un instante  antes de desaparecer en la puerta, y será entonces cuando tomes la decisión: ¿irás tras ella corriendo para darle la lata de tomate e iniciar así una conversación con algunas probabilidades de llegar a algo, o te quedarás con el bote sin más…? ¿mmmm…? Bueno, y ahora te dejo para que te despiertes y te desahogues de esa erección tan deliciosa que te ha provocado mi aspecto… No recordarás nada de lo que te he dicho, pero sí te quedará una leve inquietud, que espero sepas resolver en cuanto se te presente la elección…

(Sé que dije en su momento que la primera parte era única y que no había más, pero me dije… ¿porqué no rematar con este añadido a lo “Cenicienta”, y de paso rendir un humilde homenaje a María, la de los secretos? Como hace tanto tiempo que no escribo ninguna entrada sobre ella…)

(Ah, y posiblemente haya una tercera parte, se me está ocurriendo en estos momentos, pero debo dejar que tome forma, además de leer y disfrutar de vuestras respuestas ;-) … si tenéis a bien escribirlas, por supuesto… Por si acaso, recuerdo que la muñeca, la tal Dorotea, no existe, como manifesté en su  momento, es sólo el punto de partida de esta fantasía)

sábado, 5 de febrero de 2011

Montana.

-Hola… ¿don Arturo Espada?

-Sí.

-Adelante. Soy Elena Sánchez. Encantada de conocerte.

-Igualmente.

-Siéntese, por favor.

-Gracias...

-Bien. Tengo aquí el currículum que nos envió. Voy a leerlo en voz alta… Arturo Espada, treinta años, nacido en Zaragoza, estudios de FP II electricidad y electrónica, rama instrumentación y control, grado superior de instalaciones electrotécnicas… Carné de conducir B1, coche propio… ¿qué marca?

-… eh, ¿perdón, cómo dice…?

-Que qué marca y modelo de coche tienes.

-… eh, um, Malen… digoo, un Renault Kangoo combi… eh, una furgoneta blanca…

-¿Desde hace cuánto que lo tienes?

-…pues… hará unos… unos… unos dos años ya… Sí, dos años para dentro de un mes.

-Bien, sigo leyendo… seis meses como conserje en Ceminco Zaragoza, nueve como montador en Amsiesa, dos años como oficial de segunda electricista en Taboada… Bueno, tienes un perfil muy interesante. Cuéntame qué hacías en esos trabajos.

-…

-¿Arturo?

-… ¡Eh…! um, sí, disculpe, es que me he distraído…  ¿me… me puede repetir la pregunta, por favor?

-Que me cuentes qué hacías en Ceminco, en Amsiesa y en Taboada.

-En Ceminco me dedicaba a repartir circulares en mano, realizar trámites bancarios, comunicaciones por escrito a notarías y abogados, transporte de títulos de valores entre bancos y central… a veces me encargaba de la centralita telefónica… En… en Amsiesa ocupaba puestos de cadena de montaje de aparatos de telefonía pública destinados a exportación. Y en Taboada… en Taboada…

-¿… en Taboada…?

-…

-¿Arturo…?

-¿Sí…?

-¿Qué hacías en Taboada?

-¿En Taboada…? Eh, sí, disculpe, eh… en Taboada… me… me encargaba de instalaciones eléctricas… no, perdón, me encargaba no, simplemente las hacía… eh, pasaba los cables por los tubos, pero antes tenía que poner los tubos y las cajas, conectaba… eh, conectaba los tubos con las cajas… porque si no no podía pasar los cables por dentro, claro, y… eh… me… me daban los planos y calculaba dónde poner las cajas y los tubos, y… eh… esto… para que en cada piso los enchufes estuvieran donde debían estar… er…

-¿Pisos? ¿sólo hacías viviendas?

-…

-¿Arturo?

-…

-Arturo, ¿te encuentras bien?

-Em, no, sí, ¿perdón?

-Que si te encuentras bien… Estás muy distraído y muy nervioso… Si quieres dejamos la entrevista para otro momento… ¿Arturo?

-Dis… discúlpeme, señorita… señorita Elena… yo…

-¿Quieres que concertemos cita para otra entrevista? Cuando te encuentres mejor…

-No, no… probablemente pasaría lo mismo.

-¿Perdón, cómo dices?

-Que seguro que pasaría lo mismo. Que por muchas entrevistas que usted me dé, volvería a distraerme y a meter la pata y a dar una imagen pésima de mí como candidato…

-¿Y eso porqué?

-Disculpe la pregunta personal, pero, usted… usted usa Montana, ¿verdad?

-¿De qué estás…? Eh, ah… mi perfume. Sí, claro… pero ¿qué tiene que ver…?

-El mismo perfume que usa la primera mujer que me… que me… que me amó, y mucho, y… y ya no volví a verla y… he entrado aquí preparado, con la entrevista preparada en mi cabeza, y al oler su perfume, me he… bueno, me he desconcentrado por completo, me he venido abajo… Creo que… creo que lo mejor es retirarme ahora, con la poca dignidad que me queda, dando por perdida esta entrevista. No podría trabajar aquí, sabiendo que está usted, con ese perfume. Yo… ya encontraré otro puesto en otra empresa. Señorita, ha sido un placer conocerla. Le pediría que no cambie nunca su perfume, le queda muy bien.

-…eh, gracias…

-Adiós.

-… adiós…

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(Dedicado a mi sirenita –contado en primera, segunda y tercera parte- que usaba Montana (por lo menos cuando tuvimos nuestro encuentro). Lo que cuento aquí es una adaptación muy libre de una experiencia parecida que tuve a posteriori ;-)

viernes, 4 de febrero de 2011

Soy un peón.

Peon

No un rey, ni un alfil, ni una torre, ni un caballo.

Soy un peón.

Sacrificable, con poquísimo margen de maniobra, individualidad disminuida (nuestra fuerza reside en el número) y movimientos muy limitados.

Por tanto, no tengo amenaza a mi disposición de largo alcance, como el alfil. No tengo la potencia directa y blindada de la torre. No tengo la agilidad saltadora ni imprevisible del caballo. Ni por supuesto la movilidad y peligro de la reina, ni el privilegio de la constante defensa del rey, cuya vulnerabilidad es clave en toda la partida.

Soy un peón.

Mis matemáticas son sencillas. Ocupo una casilla, y sólo tengo alcance para la siguiente, o bien protección y amenaza para las laterales siguientes. Puedo ocupar una casilla clave, pero entonces mi fuerza reside en ser un obstáculo para el contrario, y una pieza prescindible y de poco valor para el propio bando. Nada más.

Soy un peón.

Y en la vida, también me reconozco un peón.

Mis limitaciones de conocimientos, de formación, de oportunidades, de influencias… son evidentes. Como a un peón de ajedrez, cuando es mi turno de sacrificio, no hay apenas trauma para los de mi alrededor. La partida continúa sin mí, pese a que en mi fuero interno me gustaría que no fuera así. Que mi salida de la partida signifique que, para mi bando, es la perdición irremediable. Pero no. La partida sigue.

Fuera del tablero, me reúno con otras piezas sacrificadas, y espero a la siguiente partida, que no sé si sucederá, con lo que estamos todas momificadas.

Pero… si en alguna partida llego a la meta, me convierto automáticamente en reina. O en torre, o en alfil. Y a eso es a lo que aspiran todos los peones. El problema es que esas milagrosas conversiones son una lotería. Y al que le toque, que le vaya bien. Pero a los que caigan en el camino, se quedan fuera, depauperados, abandonados, disminuidos. Que dicho sea de paso, son la inmensa mayoría, por inmutable estadística.

Todos los peones deberíamos ser los reyes en nuestras casillas. Porque no tenemos más a nuestra disposición.

Pero cuando miro alrededor para tomar fuerzas, y veo que el rey es un cobarde que huye de su propia sombra, la reina una bella ligerísima de cascos que se arrima al ganador sin el menor pudor, los alfiles unos fanáticos de sus propios colores en diagonal, los caballos saltando hacia donde menos molestias les provoquen, y las torres haciendo negocios miserables con sus prebendas y privilegios, entonces yo, el peón, me quedo sin guía, sin motivo de ser ni de luchar ni de avanzar.

Enfrente tengo a otro peón del bando contrario en la misma situación, que paradójicamente nos bloquearíamos el camino si estamos en casillas vecinas. sin poder decirnos ni mú, frente a frente, hasta que uno de los dos volemos por los aires. Probablemente me aliaría con él de buena gana. Pero si pudiera llevar a cabo esa alianza ya no seríamos peones, y además saltarían por los aires todas las reglas en las que se basan las ganancias y privilegios de los demás potentados, tanto de uno como de otro bando… ganancias y privilegios basados en parte en el sacrificio masivo y constante de los peones.

Pero soy un peón, y a pesar de nuestra masiva existencia, de nuestro gran número, muchos de esos peones no quieren pensar en sí mismos como peones, porque sería humillante e inaceptable. Y ahí es donde reside mi debilidad. Y las altas figuras lo saben, y lo fomentan, y se aprovechan de ello.