jueves, 14 de agosto de 2014

Un juego muy virtual.

Allí estaba ella, siempre tan entusiasta, siempre con una sonrisa en los labios, con su risa contagiosa y abundante, que soltaba a la mínima ocasión.

Y también el resto de compañeros, pero no me fijé en ellos.

El juego esta vez era ridículo en comparación con los demás: caían ruedas enormes, de dos en dos, desde una torre situada en un extremo de una explanada repleta de escombros. El objetivo era evitar esas ruedas y guiarlas hacia su destino mediante maniobras más o menos complicadas. Cuando una caía ahí, se debía hacer lo posible para que la otra cayera en su otro sitio también. Sólo entonces se iniciaba la cuenta atrás para las siguientes dos gigantescas ruedas.

Todos los demás eran expertos cualificados en dichas maniobras, y ella no era excepción. Yo hacía lo que podía, pero mi nivel era mediocre.

Había trabado conocimiento con ella en éste y en otros juegos. Pero era en éste en donde estábamos más a gusto, por los requisitos técnicos. Las más altas resoluciones en imágenes en 3D, jugabilidad extrema, gráficos espectaculares y realistas, efectos especiales muy trabajados, retroalimentación sensitiva líder en el mercado…

Ella ahora había elegido un avatar muy sexy. Alta, curvilínea, melena abundante gris platino, labios negros, piel rojo sangre, ojos azules, pecho bien desarrollado, caderas prominentes, piernas fuertes y ágiles. Ella ponía la voz y los movimientos.

Su atuendo tampoco estaba nada mal: una cota de malla casi integral, con placas metálicas aquí y allá, que realzaba sus encantos, pero que se iba disgregando y desprendiendo conforme las aristas cortantes de las ruedas, los empujones y las caídas actuaban a lo largo del juego.

Saltábamos ágilmente de aquí para allá, usando las herramientas que el juego nos daba, para evitar que nos pillaran las enormes moles rodantes, y llevarlas en la dirección correcta. Los escombros nos dificultaban o nos facilitaban la labor, con lo cual había que conocer bien sus emplazamientos, su altura, anchura, formas y materiales, para anticiparnos en lo posible el efecto que tendrían en la trayectoria de las ruedas y obrar en consecuencia.

Tras unas ruedas especialmente trabajosas, ella estaba agachada intentando mover un pilar para colocarlo en un sitio que consideraba oportuno para la siguiente tanda. Dos compañeros estaban apoyados indolentemente en un bloque de hormigón tras ella, echando un cigarro, cuando comprobé en qué se fijaban y de qué estaban hablando.

Un desgarrón en la tela metálica dejaba al descubierto la rabadilla, y en aquella postura, mostraba sus encantos pélvicos sin pudor alguno.

Me enfurecí bastante. Ella trabajaba duramente por el éxito del juego, pero esos dos cretinos se reían a sus espaldas y vampirizaban del trabajo en grupo, haciendo menos de lo que les tocaba.

De un salto me coloqué en el campo visual como quien no quiere la cosa, y con discreción, palmeé la prominente grupa.

-Tienes esto desgarrado y se te ven demasiadas cosas… –dije en voz bajita.

Se incorporó y se dio la vuelta.

-Esos dos de ahí se… estaban… riendo de ti –señalé con leve gesto de cabeza, mientras fingía mover unos ladrillos.

Ella no apartó la vista de mí. Supuse que su campo de visión ya abarcaba todo lo que necesitaba para saber.

-Vámonos de aquí –susurró, cogiéndome del brazo.

-¿Del juego? –no oculté mi desilusión.

-No. Del juego no. Vámonos a… a esa esquina.

Cargué con una enorme roca para fingir, y anduve a su lado.

-¿Qué ocurre? Hoy pareces… cansada.

-Nada. Vamos.

Durante el camino, en un momento casual en que se adelantó para saltar un muro inclinado, me fijé en que a media espalda, la piel estaba pálida, casi blanca.

-¿Qué te pasa en la espalda…? –pero guardó silencio.

Cuando estuvimos fuera de la vista de los demás, se detuvo y reclinó su cabeza, apoyándola contra la pared. Yo dejé el bloque y me acerqué.

-¿Qué te pasa, cielo? –pregunté sin ocultar mi preocupación.

Ella me mostró su espalda, y despacito, con las manos temblorosas, se desabrochó el sostén. Justo debajo, la piel estaba blanca lívida, con trazas brillantes y supurantes, que debían dolerle muchísimo.

-¿Pero qué…? –pregunté con asombro.

Alcé la mano por reflejo para tocar, pero me detuve a tan sólo unos milímetros.

-Estás herida… ¿porqué no has pedido ayuda? Esto debe dolerte muchísimo…

-No me lo he hecho con las ruedas.

Abrí la boca y miré sin comprender. Tomé con cierta precipitación los tirantes del sujetador y los miré por dentro. Tenían un enganchón cubierto por una costra de leche sucia.

-Oh… ¿y porqué no te has… porqué sigues vistiendo esto…?

-Porque es el que más me gusta…

-Em… ya. Entiendo.

Intenté cerrárselo correctamente, estiré para que no le siguiera rozando, pero no lo conseguí. Mi torpeza en el control del juego hacía otra vez de las suyas. Desistí al pensar que probablemente le estaba haciendo daño.

Algo en mí se removió al verla así, tan vulnerable. En aquellos instantes sonó la alarma de resurrección previa a la siguiente ronda. Bastaría con un gesto para matarla y que resucitara en la base de equipamiento, anotándome diez puntos en mi cuenta. Pero ni se me pasó por la cabeza tal cosa.

Masajeé las zonas circundantes con toda la delicadeza de que fui capaz. Ella se removió un poco, como una gata arqueando el lomo.

Me dio un poco de repelús y morbo el comprobar que su herida supuraba cada vez que pasaba las manos por sus alrededores. Si le dolía, no lo demostraba. Pero evité aquello.

Ambos pasamos del jaleo que se desarrollaba a nuestro alrededor. El temblor de la explanada entera ante la inminente caída de las siguientes ruedas, los gritos de los jugadores, la música atronadora que elevaba el clímax… Ella permanecía de cara a la pared, la cabeza agachada, y yo masajeándole la espalda. Le fui quitando los restos de la cota de malla, descubriéndola por completo.

De repente se volvió, recogiéndose entre sus brazos, y me miró a los ojos. Creí divisar algo en ellos, me limité a abrir los brazos y esperar. Despacito, se metió entre ellos. Al cerrarlos, evité su llaga en medio de la espalda. Una mano por encima y otra por debajo, con delicadeza, cuidando que mi armadura no le desgarrara nada…

En medio del abrazo, ella bajó sus manos y a tientas, descubrió la coquilla que me protegía el sexo. Se deshizo de mi abrazo, me hizo darme la vuelta y cerró sus brazos en torno a mi torso. Una mano bajó al vientre y terminó de soltar la protección, que cayó al suelo. Se apoderó de mi enhiesta virilidad y comenzó a estimularla…

Abrí los ojos, todavía en sueños. El colchón, las sábanas, las paredes y el techo de mi dormitorio se me echaron encima al instante. Todo ocupó su lugar. Sí, fue todo un sueño. Pero la erección permanecía, recordando por sí misma la última vez que unas manos ajenas y frescas la recorrieron de arriba abajo…