Se llama Rosa, y ese nombre es ideal: bella, llamativa y con fuertes espinas. Un cuerpo potente, altanero, con piernas largas que saben portar tacones de vértigo, pecho exuberante al natural que aprisionado tendía a saltar por el escote entallado. Aura de carácter resolutivo y autoridad pétrea, desafiante ante el mundo que la despojó de sus iniciativas moralmente aceptables, como a mucha gente en esta maldita crisis, dejándola con las armas que precisamente por ser de última instancia, en ella son las más efectivas y peligrosas. Modales desenvueltos, planteamiento y actividad todo en uno, expresividad enérgica y directa, casi barriobajera, herencia de los negocios de firmes y luminosos escaparates competitivos entre sí a pie de calle; voz rotunda que rebosaba con creces las poderosas presas naturales que rodeaban el huerto reseco del pardillo en el que muy de tarde en tarde, y gracias a esas huellas, sale alguna que otra palmera cuyas raíces ahondan en el recuerdo. Su rostro, con fino maquillaje, lo artificioso del largo flequillo y el teñido rubio platino, es lo que más echa para atrás; rasgos algo duros y quebrados ocultan su disposición y animosidad que enseguida florecen ante quienes tratan con ella. Manos enérgicas y expertas, armadas con uñas afiladas. Prejuicios en el armario, vistiéndolos a gusto y disposición del amante, incluyendo algún que otro extra refinado para cuando surja la ocasión.
La paloma se llama María: delicada, presumida, graciosa. Muy coqueta. El pardillo y ella ya se conocían de antes, y eso daba una confianza abierta y sincera entre ambos. Risas y sonrisas tiernas y cálidas, abrazos fuertes y sin invasiones, mujer que se alza y emprende el vuelo en el ojo del huracán sin perder una sola de sus selectas y cuidadas plumas. Pero aún así, recuerda al candor, fragilidad y confianza de una paloma. Su curiosidad, sus ojos muy abiertos que beben de todo, intentando comprender lo que sucede a su alrededor y captar lo bueno y brillante para guardárselo en su tierno corazoncito. Sus deseos de no sobresalir del resto del palomar, aceptando sus limitaciones cotidianas. Durante la cita, sus modales lubricaban y endulzaban los zarpazos que la tigresa propinaba sin saberlo al pardillo que se aventuró a entrar en su jaula sin la protección adecuada. Pues pese a haber arreglado el inflamable encuentro con la mejor intención, se vio enseguida que Rosa era demasiada mujer para el pardillo, que ponía de su parte todo cuanto podía, pero que no era suficiente ni de lejos. No lo era para la palomita, reconocido abiertamente en ocasiones anteriores, mucho menos aún para una felina acostumbrada a mascar y escupir hombres.
El pardillo se llama Arturo: tímido, apocado, incrédulo ante esta situación a la que, aún mucho tiempo después, todavía no da crédito. Un varoncito torpe, quebradizo, deforme y contrahecho por la vida, sin apenas atractivo alguno para las hembras, al que se le presentó una oportunidad única que a la postre se derivó en excepción que confirma la regla. Y por excepción se incluye el envasado en formol del encuentro, sin compartirlo egoístamente con nadie, al menos durante un tiempo, que dependería exclusivamente de su voluntad. No obstante, una voz creciente en su interior acabaría convenciéndole de que el mejor modo de conservar este recuerdo era dejarlo volar libre, compartirlo primero con las interesadas y después aquí con todo el que quisiera… aunque corriera el riesgo de que no volviera jamás otra vez, o de caer en malas manos anónimas y volverlo en su contra, convertido en una flecha envenenada.
Entró en la guarida de ambas princesas preparado, con la armadura impecable, las armas listas, todo lo más minuciosamente que estaba en su mano y le daba a entender su raquítico sentido de la elegancia, el porte y el detalle; pero también con muchos pájaros en la cabeza, de los cuales la inmensa mayoría eran espejismos irreales. No sabía hasta qué punto, pero los aires que inflaban sus alas daban para eso y mucho más: dos complacientes y expertas mujeres a su disposición. Y no dos aleatorias cualesquiera, sino dos que en principio se complementaban maravillosamente entre sí. La envidia de todo hombre que se preciara de serlo. Y precisamente por eso la caída fue más estrepitosa. Al salir del palacio y volver a su madriguera, lo hizo con el rabo entre las piernas, y nunca mejor dicho. Cumplió para consigo mismo, sí, pero no fue capaz de hacerlo con ellas, pese a las enérgicas y provocativas disposiciones femeninas, demasiado contundentes para su gusto en algunos instantes. Las limitaciones físicas, las expectativas, las previsiones, el cultivo de enormes fantasías que parecieron derrumbarse con gran ruido y polvareda en él a medida que se desarrollaba el encuentro íntimo…
Dejó claro que se dedicaran a él; nada de caricias y besos entre ellas. Todas las muestras de afecto, en exclusiva y sólo para él. Ellas accedieron alegremente. Se basó en su pretendida y exhibida carencia crónica de intimidad con mujeres para estar seguro de que podría beberse absolutamente todo lo que le proporcionaran sin empacho alguno. Y empezó bien: pidió a ambas que se tumbaran en la cama con sus cabezas accesibles, bien juntitas, se agachó sobre ellas y le proporcionaron un beso a tres bandas inolvidable, estimulante, con muchas y húmedas sensaciones que cristalizaron en una esfera que aún hoy brilla intensamente en su recuerdo. Y ese brillo se puede decir que colapsa el resto del encuentro, vislumbrándose alguna que otra escena asomando en su larga órbita: por ejemplo, un fuerte estímulo constante en el perineo, casi como una enérgica sierra manual; un abrazo por detrás de la paloma mientras la tigresa le hacía explotar por delante; una mezcolanza de piernas, brazos, espaldas y pechos tal que cuando prodigaba una caricia, a veces se notaba esa caricia en sí mismo. Deseos de posturas de dominios y zarpas marcadas llevados a cabo, pero con miedos en los extremos, en pasar ciertos límites que dependían del pardillo, que se encogió ante su disponibilidad.
Así que la tigresa vio enseguida el poco percal del que disponía, pese al intenso alumbramiento previo del camino durante la cena; conversación formal, cada vez más picante; la copa de champán posterior, con las piernas de ambas damas en glorioso ristre sobre su regazo… Pese a todas estas atenciones, Rosa comprobó que era poca cosa para ella, y se retiró con cierta frustración, pero con deferencia y elegancia. Volvió envuelta de un olor fresco y acogedor para él, que le llamó la atención entre tanta polvareda levantada de mucho ruido y pocas nueces…
Entre tanto, María constató, con cierto asombro, la poca importancia que daba el varoncito a su poco aguante físico. Así que, salvo un amago al principio, no hizo falta consuelos ni quitar importancia ni nada parecido.
Pues Arturo es de los que piensan que un hombre no es una máquina, al igual que una mujer no es un pedazo de carne. Sólo se quejó un poquito extramuros de la energía desplegada por Rosa, y nada más. Percibía la intención, el acompañamiento, el esfuerzo, y los valoraba y respondía en la medida de sus posibilidades. Quizás el día anterior había comido mal, quizás la luna no estaba en la fase conveniente, o las estrellas, o vete a saber qué. Pero no rebuscó en las causas, sino en disfrutar de la atención de ambas mujeres.
Por eso, con esta experiencia, es por lo que ahora miro con escepticismo cualquier escena de tríos o grupos de un hombre y dos o más mujeres. Y si esa exhibición se realiza en grupo de exclusiva camaradería masculina, suelo ocultar una sonrisa cómplice y guardar silencio, sin mencionar nada de mi auténtica opinión, preferencias o deseos que cumpliría si tuviera ocasión, como proclaman los demás en voz bien alta.
De hecho, este encuentro sucedió hace ya unos cuantos meses. Con el tiempo se ha ido calmando el pudor, se han limado los detalles en apariencia escabrosos pero que no lo eran tanto, ha ido posándose el polvo de una posible vergüenza que se ha revelado en espejismo, y ahora lo congelo en texto, omitiendo o resaltando aquello que la lejanía da a buen entender.
(Publicado originalmente en el blog de “Los secretos de María”)
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