jueves, 30 de diciembre de 2010

Disimular en la cama.

-Bueno, ¿listos ambos para la escena?

-Lista.

-Listo.

-¿Estáis mentalizados…? ¿sí? Pues adelante.

Nos echamos cada uno desde el lado contrario, yo me tumbé primero boca arriba y ella pasó una pierna al otro lado, montándome. Se quitó la bata, mostrando su esplendorosa desnudez, pero a mí no me hacía efecto. Ya estaba harto de actuar con ella, de estar junto a ella, de encarármela una y otra vez, de oír su voz, de asociar en mi fuero interno todo eso con su prepotencia, divismo, desprecio hacia los demás, de su exclusividad acaparadora, de su privadísimo y bien provisto camerino. Así que ni a ella le importó que no me activara entre sus muslos, ni a mí me importó no reaccionar a su calor envolvente.

En cuanto el director dio las últimas instrucciones, se arrugaron cuidadosamente las sábanas a nuestro alrededor y gritó “¡Acción!”, ambos nos ceñimos a nuestros respectivos papeles, ambos actuamos como se esperaba, ella fingía que gozaba, con alguna lágrima de las suyas de por medio, y yo fingía que también, pero menos, con cierta inexpresividad varonil, seguro de mí mismo, tal y como exigía el guión.

-¡Corten! –gritó el director, repentinamente, y se dirigió a unos técnicos de luz a echarles la bronca. Mientras tanto, ambos permanecíamos en nuestras posturas, indiferentes el uno a la otra. Ella se reclinó un poco sobre mí, para apoyarse en sus brazos y descansar. Su pelo cayó en cascada, formando una cortina que tamizaba la luz sobre su cara, meditabunda y distraída, pensando en sus cosas.

Yo puse ambas bajo la nuca. Veía al director gritar a los técnicos, o a los del sonido, o a la maquilladora, o pensaba también en mis cosas. En un vistazo casual, mis  ojos cayeron en su cara. Y me detuve en su expresión, como si hubiera visto algo llamativo de reojo.

-Bien, repetimos la secuencia. –Ella alzó la cabeza y se erigió sobre sí misma, llevándose las manos al pelo, ahuecándoselo en un gesto natural. Una pequeña luz de alarma se encendió en mí. Traté de apartar los ojos, pero un extraño magnetismo, cada vez más fuerte, me lo impedía. –Luces… sonido… viento… sábanas… cámara… ¡acción!

Y empezamos otra vez la escena. Yo me ceñí por centésima vez a mi papel, pero una pequeñísima luz brilló en mis ojos, al apreciar por primera vez su actuación tan de cerca, en mi piel, su calor, su voz…

-¡Maldita sea, corten! –gritó otra vez el director, y se puso a abroncar a unos que habían hecho un ruido en la otra punta de la nave.

Ella giró la cabeza en aquella dirección, volteándose la cabellera y resoplando, resignada. Se cruzó los brazos, y algo explotó en mí.

“Oh, no…” pensé yo, parpadeando con fuerza. Bajé la vista hacia mi bajo vientre, como intentando combatir lo que sentía.

Así, no pude evitar ver cómo ella giraba la cabeza hacia abajo en otro movimiento espontáneo. Luego alzó la vista a mi cara, interrogante. Tragué saliva y me puse colorado.

Sus brazos se separaron un poco, en actitud de sorpresa y pudor. Eso hizo que removiera levemente las caderas, con lo cual la acción aumentó espectacularmente. Alzó con disimulo su cuerpo, dejando espacio, y me desarrollé por completo. Y la miré a los ojos con cierta timidez.

-¿Pero no se supone que…? –susurró asombrada. Y su sinceridad me deslumbró y desarmó por completo.

-Bien, ¿estáis todos listos? –gritó el director, impaciente, mientras se acercaba. Ambos nos sustraímos un instante y afirmamos con la cabeza. –Luces, sonido, aire, sábanas, cámara… ¡acción!

Y otra vez ella se puso a gemir, a moverse, a llorar, como una profesional. Y yo también. Pero, a diferencia de los actos anteriores, ahora teníamos algo entre los dos. Algo físico y tangible. Por fortuna, todo salió bien. El director alabó con dos palabras rápidas nuestra labor, y se alejó a otro lado de la nave, seguido de su tropa de operarios. Con nosotros sólo se quedaron nuestros respectivos asistentes. La de ella se subió a la cama con una bata y cubrió sus hombros.

Se levantó un poco azorada. Se ató la bata con cierta prisa y emprendió una pequeña carrera hacia su camerino. Su pelo ocultaba permanentemente sus facciones. Yo me apresuré a arrebujar la sábana encimera sobre mí.

Me abracé despacio a mis rodillas, meditabundo. Me echaron otra bata sobre mis hombros, y tardé en levantarme, el tiempo en que mi inesperada y tremenda hinchazón bajase un poco…

 

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jueves, 23 de diciembre de 2010

Para Leer Despacio: La sombra.

Es la primera propiedad que tenemos todos nada más nacer, algo de uso y disfrute personal exclusivo del bebé.

Es lo primero que el bebé, lo suficientemente crecido como para tener la boca de aprendizaje abierta, capta como suyo. Nada más nacer, las tinieblas ya le han enviado el recuerdo de su existencia, del que no se separará nunca más. Y le dedica los primeros y últimos instantes de su vida a ver cuán suyo y aburrido es ese contorno oscuro que su cuerpo dibuja contra la luz. A partir de ese momento, formará parte de él, cada vez más hundido en su subconsciente. Los nublados momentos en que le falte su compañía no lo notará abiertamente, pero el desasosiego aumentará, imperceptible, llegando en ocasiones incluso a invadir su ánimo, sin averiguar el porqué.

La película ya está en marcha, y no parará hasta que el dueño se sumerja, otra vez y de forma definitiva, en la oscuridad. El rodaje se toma cortos descansos; pero en cuanto hay una vivencia, por mínima que sea, se reanuda. En la íntima cámara de revelado y composición de nuestra memoria, es testigo mudo e indiferente de nuestra selección de experiencias vitales.

Puede llegar a ser el último empujón de un suicida inspirado: hasta mi sombra es negra, el color de la amargura y de la desesperanza.

Puede ser también el motor de un hábil plasmador: simplemente con reflejar las sombras de un paisaje, se intuyen sus colores.

Es parte de la esencia de las fotografías, casi la principal en las de blanco y negro.

Es el falso reducto de un ermitaño dolorosamente forzoso de la ciudad: mi sombra siempre me acompaña, nunca me traicionará. Aunque no capte que la traición viene de otras direcciones, en los momentos en que lo invade todo y lo rodea como un violador fantasma.

Es objeto de culto de muchos fetichistas: sueñan con la sombra, no con el cuerpo.

Es punto de referencia en el argumento del cine negro; el director o guionista que lo usa, o es muy capaz y prestigioso (en algún caso, llega a ser incluso su tarjeta de visita), o es un inepto pretencioso que no sabe combinar sus recursos.

Es copia barata en dos dimensiones de nosotros, traicionera, inexpugnable y directa. Puede que hayan mundos en que los seres sean de dos dimensiones, y sus sombras de tres, siendo éstas últimas las que controlen a sus dueños.

Están en perpetuo movimiento, tanto en los seres móviles como en los inmuebles, en los vivos como en los inertes, ya que, si no es el propio ser el que se mueve, sí se moverá la fuente de luz.

Si Dios fuera la luz, si Dios fuera el punto inexistente desde el que irradia toda luz absoluta, no es de extrañar que se mantenga en su eterna postura de que todo lo que ha creado es bueno, pues lo malo se oculta eternamente a su vista, detrás de la materia opaca de su creación, huyendo astutamente de su presencia.

Es parásita: chupa de nuestra radiante felicidad y permanece en su indiferente bastión cuando hay dolores que compartir. La tristeza suave, la melancolía, suele ser su aliada.

Es la discreción, la fidelidad y el silencio no reconocidos ni apreciados en lo que valen hasta que desaparece.

Es uno de los numerosos objetos de juegos de los niños: pisar sólo zonas sombreadas hasta que caen en la cuenta de que siempre pisarán sombra.

Es la sutilidad como arma seductora, predominantemente femenina, ya que realza encantos y disminuye fealdades.

En astronomía, la sombra tiene escala de medidas.

¿Sombra o silueta? He aquí la cuestión.