¿Desiertos? ¡já!
Puedo internarme en uno, y os aseguro que anímicamente no habría diferencia.
De hecho, la indiferencia es lo que me protegería del sol y me abrigaría por las noches.
Pero lo que protegería esa indiferencia no es algo valioso, ni siquiera llamaría la atención en dichos entornos.
Empatizo con los eremitas de espacios abiertos: no ven ni oyen a nadie, así que no se hacen ilusiones con nadie. Los horizontes que les rodean son demasiado lejanos como para humanizarlos y esperar una respuesta. Y si dicha respuesta tiene lugar por circunstancias incontrolables, se la ve venir desde lo lejos: primero en forma de espejismo, luego en silueta muy difusa, que se va concretando poco a poco, para pasar a un contorno nítido y hacerse una idea de qué es, controlando entonces la actitud a tomar. En cambio, en conglomerados de gente, siempre se espera un mínimo de atención, un “poco de por favor, que estoy aquí”, y esa esperanza, pese a negarla, siempre es alimentada por la cercanía física.
A la mierda con todo y con todos.
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