La puerta se abrió y entraron ambos casi de espaldas, diciendo adiós con la mano. Una pareja de jóvenes, hombre y mujer, atractivos, vitalistas, alegres, de clase alta, como atestiguaba la mansión en la que habían entrado.
Los dos vestían de gala. Él, con fajín, lazo-corbata negro y chaqueta estilo rey Alberto. Ella, con un vestido blanco marfil con motivos de pedrería entallado hasta medio muslo y amplios faldones de cola corta.
En el vestíbulo, nada más cerrar la puerta, ambos suspiraron. Ella cerró los ojos, infló los carrillos de forma sostenida y se pasó las manos por las sienes y la frente. Él, en cambio, sólo alzó levemente una ceja, sin variar apenas el sempiterno rictus de su cara. Ni siquiera transmitía un ápice del cansancio que sin duda soportaba a esas horas y que ella expresaba con toda soltura.
Apoyaron ambos sus espaldas contra la puerta y se dejaron escurrir hacia el suelo.
-Por fin…
-Sí, por fin.
-Qué paliza nos hemos dado hoy… Dormiría hasta pasado mañana seguido…
-Adelante, mañana es fiesta.
Ella volvió la cabeza. Admiró una vez más su porte, su aguante, su solidez. Se había aflojado el lazo, ni siquiera estaba deshecho; el resto en todo él permanecía inalterable. Le bastaría con ponerse otra vez de pie y estaría como cuando salieron, muchas horas antes. A ella en cambio se le notaban las ojeras y la palidez del trasnoche a través del maquillaje. Las eternas sonrisas mantenidas a lo largo de la jornada se cobraban su precio en un rictus levemente agrietado. Algún que otro mechón de cabellos ya se le escapaba del tenso y voluminoso moño que cubría su nuca, deshaciendo la simetría.
Se levantó de nuevo trabajosamente y se dirigió despacio a la escalera, mientras se quitaba un pendiente.
-Bueno, me voy a acostar ya.
El miró cómo andaba hacia la escalera y empezaba a subir peldaños. A medio tramo, algo terminó de fundirse en su interior, y soltó, incontenible.
-¡Espera…!
Ella se detuvo y se volvió, extrañada. Creyó haber oído mal.
Creyó haber oído un tono distinto al acostumbrado en él. Siempre tan breve, tan certero y conciso, tan comedido en sus palabras. Tan duro y recto. Tan imperturbable.
Él no había variado su postura. Sentado en el suelo, piernas encogidas, brazos apoyados sobre las rodillas, indolentes, cabeza contra la puerta.
-Estás… preciosa.
En medio de las brumas del cansancio, ella soltó un rayo de luz en forma de sonrisa luminosa que pareció caer desde las alturas y rebotar sobre la gran roca de abajo cubierta de rocío.
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