Hace tres días me regalaron una pequeña cafetera exprés de las que se enchufan. Entre otras muchas cosas.
Se echa agua por un sitio, se pone café en una cazoleta con manivela, se coloca esa cazoleta con un cuarto de giro, se pone una taza debajo y se enciende. Y a esperar.
Como era mi primera vez, en mi casa, que tomo café a solas, me he dicho… ooye, esto, que parece tan normal, aburrido y cotidiano para mucha gente, puede ser el inicio de algo para mi blog, y así usar eso como raíl para mencionar el cambio sustancial que está tomando mi vida por estos días…
De entrada, odio el café. Y el té. Y la nicotina. Y el alcohol. Y por extensión, toda clase de estimulantes ilegales que provocan que seamos más de lo que somos o podemos dar. Marihuana, cocaína, heroína, éxtasis, metanfetaminas… Así los que no somos cafeteros, alcohólicos, bebedores de té y fumadores, nos quedamos atrás en nuestra lucha diaria por sobrevivir. Es como un doping en un deporte muy competitivo, frente al cual el ciclismo, uno de los deportes más duros que existen, es un juego de niños. Y el ciclismo no goza ahora mismo de buena reputación por las cosas que se meten los que compiten. Y es normal, dada la energía de que necesitan disponer para ganar.
Pero me estoy yendo por las ramas. Hoy he decidido tomar mi primer café. En parte para ver cómo se maneja ese trasto de cara a futuras visitas, y en parte para probar a ver cómo me sentaría si lo introduzco en mi rutina diaria.
Así que retomo del primer párrafo: “Me regalaron… entre otras muchas cosas.”
En efecto. Unos muy buenos amigos me han regalado un armario ropero, unas cuantas estanterías y unas pocas luminarias para mis bombillas. Y lo más importante: me han regalado también su tiempo, esfuerzo, interés e ilusión en que renueve mi vida, retome la iniciativa y el control. Me han ayudado a limpiar y ordenar lo que lleva ahí años acumulando polvo.
Todo empezó hace un mes aproximadamente. Yo estaba en un valle anímico. Un amigo vino a mi casa de improviso, vio cómo estaba el percal y tras un paseo juntos por mi ya no tan flamante barrio, nos despedimos, yo me metí en mi casa con mis rutinas autocastradas y él se fue a la suya.
A los pocos días, vino otra vez con una amiga, que también vio por sí misma cómo estaba todo, y dimos una vuelta. Paramos en un bar a tomar algo. Yo estaba contento de verles, porque visitas así se agradecen mucho. Pero en realidad venían con una propuesta.
El amigo es un negado en tareas de mantenimiento de su casa. Además de en otras cosas básicas. Pero esto no quiere decir en absoluto que sea un inútil en la vida. De hecho es todo lo contrario. Es profesor de preescolar con alma, y cada vez que habla de “sus niños” se le encienden los ojos. Los progresos que hacen en el día a día, la gracia que le provocan sus torpezas, la gracia aún mayor que le hace limarlas poco a poco y que aprendan a base de insistir, los juegos aparentemente sencillos que monta, los métodos que usa para captar su atención y que aprendan… Por extensión, esa gran capacidad humana de empatía, análisis y modificación de conductas, reaprendizaje, etc., las usa en su vida diaria, con su familia y sus amigos. Y yo estoy entre los más cercanos de los últimos, afortunado que soy.
Además, su fe en la humanidad está constantemente restaurada. Porque ve a “sus niños”, y renueva sus esperanzas en un futuro mejor. Al margen de los padres de los niños, con sus más y sus menos; al margen de sus compañeros y directores, a menudo con muchos menos que más para su desgracia. Pero es entrar en el aula con sus niños esperando, y me imagino la alegría, la ilusión, la curiosidad, la inocencia que portan, y dejarse llevar por todo ello.
En fin, que me voy otra vez por las ramas. “Profe” (así le llamaré para los restos), “Brava” (así llamaré a la amiga; ya diré por qué) y servidor, estábamos en una terraza de bar, tomando refrescos, y Profe me propone algo: me “contrata” (una forma sibilina de decirme que me necesita con disciplina regular) para hacer unas cuantas tareas en su casa: cambiar bombillas, pasadores de cajones, enchufes, sintonizar una televisión, limar lechadas en juntas de baldosas y pintar techos.
No hablamos de dinero ni nada por el estilo. No hablamos de qué me iba a dar a cambio. Yo acepté, con desgana y haciendo un poco de tripas corazón, porque en mi fuero interno sabía que no podía seguir así. Y al día siguiente empecé. No sólo eso, la hermana de Profe también requirió mis servicios para pintar la verja de un balcón sesentero cuya cadencia de rejas hacía que pareciera una partitura gregoriana en tres dimensiones.
Estuve algo así como una semana haciendo todo eso. Enfrentándome a mis demonios, sobre lo de cumplir con lo prometido a tiempo, trabajar para ganarme la vida, sufrir la ansiedad que me da no ser capaz de llevarlo a cabo, y minimizar los buenos resultados una vez conseguidos. Entre otras rémoras.
Cuando terminé de pintar los techos y se acabó todo, me llevó con Brava a traición a un centro comercial de muebles, y me compraron cinco estanterías y un armario ropero. Triplicando el valor de lo que creía que costaba mi labor.
Hasta entonces, estaba como “a remolque” anímico. Pensaba que una vez cumplido todo, me daría una buena propina, y se acabó; volvería a mi rutina eremita y oscura de cada día.
Pero ni por un momento me imaginé que me harían esto. Mientras me arrastraban de los brazos, o de las orejas, por el centro comercial, yo estaba asombrado, incapaz de reaccionar. Respondía con monosílabos, alguna que otra observación, sonrisas forzadas… pero en mi fuero interno estaba paralizado. “¿Dónde demonios me han metido?”
El resultado, tres semanas después, es que Brava y Profe me han puesto todo patas arriba. Han entrado a saco en mi covacha y en cinco tardes intensas (y las que creo que me quedan, pero pocas ya), han cambiado por completo mi casa. Han limpiado, han ordenado, han tirado a la basura un montón de cosas… Como me conocen de hace años, saben de mis aficiones, mis sueños, proyectos, puntos débiles, puntos fuertes, y han actuado de acuerdo con todo ello.
En ningún momento han juzgado lo que se han encontrado a cada paso. Ni en ningún momento han puesto en tela de juicio dichos sueños ni aficiones. Por impropias que puedan parecer a sus ojos. “Esto, ¿lo necesitas?” o “¿lo quieres para algo?”. “No, sí”. ”Pues a la basura” o “déjalo por aquí que lo ordenamos después”. Sin más, sin fijarse en las apariencias del objeto ni lo pasado o roto o inútil que pueda ser.
Y así estoy ahora. Entre incrédulo y esperanzado. Incrédulo porque no creía que esto llegaría tan lejos. Un par de arreglos por aquí y por allá, y todo seguiría igual. Y esperanzado porque por primera vez en mucho tiempo, empiezo a estar a gusto en mi casa.
Además de la dosis de cafeína corriendo por mi cuerpo, muucha luz entrando a raudales por las ventanas bien abiertas y todo desordenado, sí, pero en transición con fecha de caducidad inamovible.