Eres una doncella de un poblado medieval. Sus habitantes, tus vecinos y parientes, están aterrorizados por un dragón que vive en una caverna en la montaña del horizonte del amanecer. Tanto, que algunos han intentado huir con sus familias, pero al día siguiente o a los dos días, han aparecido sus cadáveres crucificados en postes a ambas lindes del camino principal, con señas inconfundibles de haber sido torturados y mutilados cruelmente.
La vida sigue. La gente cultiva sus huertos, sus campos, cuida sus granjas, crían sus animales, comercian entre sí con productos de primera necesidad: el herrero, un par de tejedores, un par de curtidores y zapateros, tres panaderos, dos albañiles, varios leñadores, algunos cazadores… Estos dos últimos gremios saben hasta dónde pueden llegar con su labor, pero también saben que la muerte más triste y violenta les aguarda si se atreven a cruzar un límite marcado con cenizas, como un cortafuegos que rodea al pueblo en una extensión de varios kilómetros a la redonda.
Un día, el dragón les hace llegar un mensaje: quiere una doncella. Sólo eso. Una doncella joven, atractiva, no precisamente virgen, resuelta y de ánimo fuerte. No dice para qué, pero lo peor se instala en las mentes de los aldeanos. Estos celebran una reunión apresurada, y tras unas cuantas horas de miedo, lágrimas, gritos y angustia se deciden por ti.
Tú te niegas, pero ellos te atan antes siquiera de que eches a correr, y te dejan en el punto convenido. Al cabo de unas horas, en que ya es de noche, un batir de alas inmensas seguido de una sombra amenazadora se cierne sobre ti, notas que sus zarpas se cierran en torno a tu cuerpo, y cuando emprende el vuelo, te desmayas.
Al despertar, no recuerdas nada. Poco a poco, los acontecimientos acuden a tu mente, y te despejas de un salto, con un quejido. Estás sobre una roca plana, al lado de una gran fogata que ilumina una inmensa caverna y te da calor. La luz apenas llega al techo, y todo lo que ves son sombras y reflejos difusos aquí y allá. Al arrebujarte, presa del pánico, notas que no estás atada, tus vestidos están intactos y estás cubierta por un manto.
Pasa el rato. No se oye nada. Más calmada y con un incipiente valor nacida de ti misma (nunca fuiste una cobarde), te atreves a decir, con voz no muy alta:
-Hola…
Silencio. Repites otra vez, con voz más alta y clara.
-Hola… ¿hay alguien?
Oyes un ruido retumbante, una robusta puerta se abre y se cierra.
-Ah, ¿por fin despierta?
La voz no es desagradable. Es más, acaricia con virilidad tus oídos, calmándote. Oyes pasos robustos acercándose a ti. Intentas divisar de dónde vienen, y a pesar de los ecos, no andas muy desencaminada: poco más allá del círculo de luz, aparece una figura cubierta de pieles. Un hombre alto, corpulento, con andares seguros y erguido como un roble. Se acerca a ti y se sienta a tu lado, poniendo sus manos al alcance del fuego. Por puro reflejo, te fijas en ellas: manos grandes, morenas, callosas, nervudas, sin un ápice de grasa en sus dorsos, con lo que las venas se marcan como riachuelos subterráneos rebosantes empujando la superficie elástica a cada latido.
-¿Cómo te llamas? –pregunta él, sin siquiera girar la cabeza.
-I… Irune.
-Yo soy Clasdal – y por primera vez, gira la cara y te mira.
Te sientes subyugada por una mirada franca, gris y envolvente. Los rasgos, con barba incipiente y rodeados por un pelo largo, negro y crespo, te recuerdan a una roca tallada a martillazos, como las que practica tu primo adolescente en la piedra. Incluso las manchas de ceniza y polvo negro que los cubren parecen estar en su sitio justo. No sabes muy bien por qué, pero te sientes dominada por la tremenda rudeza y fuerza varonil que rebosa por su boca, sus ojos y la impresión de su cara levemente tiznada.
Pero reaccionas enseguida, resuelta a no dejarte llevar por lo que empieza a hormiguear bajo tu piel.
-¿Qué hago aquí? ¿dónde está el dragón…?
-El dragón soy yo. He tomado mi forma humana. Y en cuanto a qué haces aquí… Te lo diré cuando hayas recuperado fuerzas.
Se levanta y se acerca a la fogata, retirando una pequeña marmita. Se acerca a ti con un cazo, y te sirve de dentro una ración, chorreante. Tú miras con desconfianza.
-Es leche de cabra. Si no quieres beber, allá tú.
Acercas tu nariz, y en efecto, hueles su aroma inconfundible. Te lanzas a por el cazo, hambrienta y sedienta, y pasas por alto el que está un poco caliente para tu paladar. Te lo bebes de un trago, y se lo devuelves. Clasdal te sirve otro.
Permanecéis en silencio, observándoos mutuamente de reojo.
-Irune… Un bonito nombre –musita al fin, mirándote directamente.
-G… gracias –musitas, dominada por su imponente presencia. Reaccionas una vez más. -¿Para qué me has traído aquí? ¿qué quieres de mí?
Por toda respuesta, él entrecierra sus ojos, observándote, calibrándote hasta dónde serías capaz de llegar, qué estarías dispuesta a hacer, la convicción de tus principios, tus rechazos, tus miedos; también se fija en tu físico, lo que tú has dejado al descubierto: tu pelo, tu cara, tus hombros, tu escote, tus manos. Al fin se levanta y te anima a hacer lo mismo. Obedeces. Es entonces cuando de pie compruebas que sólo le llegas a la altura del corazón. Coge una antorcha de la hoguera, toma tu mano y te guía. Tú te dejas hacer.
Te guía por entre grandes rocas y piedras, y se detiene ante un macizo portón, que él abre con una mano como si nada.
Entráis dentro. El interior está oscuro, pero unos quejidos de hombres te llegan a los oídos, y antes de que te inquietes, Clasdal cierra el portón e ilumina el interior con la antorcha.
Lo que ves te paraliza. Unos cuantos lechos de piedra asoman del suelo. Sobre ellos, tumbados y argollados a los lechos, permanecen inmóviles unos cuantos hombres desnudos. Unos aros de metal hincados en la piedra les sujetan férreamente y sin holgura muñecas, pies y frente, imposibilitándoles incluso el girar la cabeza.
-Te presento a la hez de la región. Pederastas, violadores, asesinos, asaltantes de caminos… -avanza entre ellos, y señala a uno con la antorcha. –Este violó y mató a un par de muchachas en el poblado de Forver, a treinta millas de aquí. Este otro –lo iluminó con la antorcha -asaltó y mató a una familia que volvía de un poblado cercano de visita de unos parientes. Aquél de allá mató a su vecino por quedarse con sus tierras…
Continúa su paseo, y tú caminas tras él, atenta a sus explicaciones, mirando a cada uno como quien mira a un bicho extraño. Aquéllos en que caes en su campo de visión te miran con miedo, esperanza y curiosidad; algún que otro permanece indiferente, como ajeno a la suerte que corre. Ves, no obstante, que todos están bien alimentados, sin huellas de hierro, látigo u otras torturas, pero pálidos, nerviosos y sudorosos.
-… éste secuestró y violó a un niño durante un mes, manteniéndolo en un foso en medio del bosque, atado y silenciado, hasta que murió de hambre y sed porque no se tomó la molestia de volver cuando se cansó de él. Y así, todos los demás, con delitos más o menos igual de brutales.
Se volvió hacia ti.
-Como ves, todos merecen la muerte. Y aquí entras tú.
-¿Yo...?
-Sí, tú. Te he observado durante seis lunas allá en el poblado, con mi forma humana. Estaba en la posada, pagando el hospedaje cada día, y cada día iba a verte. Tú estabas con tus labores, ayudabas a tus padres, cuidabas de tu hermanito, hacías la comida, la compra, tejías enfrente de la puerta de casa, ibas al huerto, los mozos del pueblo te rondaban, pero no les hacías caso… esto último me llamó la atención a los pocos días de llegar. En los ratos que creías estar sola, alzabas el rostro al cielo y soñabas despierta. Soñabas con irte muy lejos de allí, soñabas correr aventuras más allá de tu pueblo, soñabas con cabalgar veloces caballos, soñabas con el mar, con nadar sin tocar el fondo, y… también soñabas con un amante, deseabas unas manos grandes que te desnudaran, te acariciaran con rudeza, te alzaran y te tomaran al aire, dejándote manejar a su antojo…
Tú abres y abres más la boca y los ojos, asombrada. Logras musitar:
-¿Cómo… cómo sabes tú todo eso?
-Soy Clasdal, un dragón con extraordinarias habilidades y poder para ejercerlas, una de ellas ver lo que puebla la cabeza de cualquiera de vosotros. De ahí que todos estos estén como están –trazó con la antorcha un círculo alrededor, señalando a todos los presos. –Te aseguro que muchas de estas mentes están perturbadas, y el resto no siente ningún amor ni respeto por sus semejantes.
-¿Y tú sí? –reaccionas, dispuesta a enfrentarte a tu secuestrador. –Tú, que has matado y desollado a los Vinmannu, a los Edacre, a los…
-No soy humano –te interrumpe él, con un brío contenido que te llega muy al fondo, paralizándote. –Soy un dragón. Se os dieron unas órdenes muy específicas, y todos ellos las desobedecieron. Pagaron por ello y dieron ejemplo a los demás. Pero vamos al porqué te he traído aquí.
Y se acerca a una pared, aproximando la tea a una antorcha que colgaba ahí, encendiéndola. Después se dirige a otra, y a otra, y a otra… Aquel calabozo, una vez encendidas todas las antorchas, adquiere un tinte distinto. No hay apenas sombras, y el calor empieza a notarse. Clasdal, cuando termina de encender la última, tira al suelo la tea que porta en la mano, y se dirige a un asiento tallado en la roca, en medio de la pared del fondo.
-Tú vas a decidir quién vive y quién muere. Y ellos lo saben, por eso algunos te miran con esperanza, otros con indiferencia, y otros con determinación de satisfacerte antes de morir.
-¿”Satisfacerme”? –preguntas, incrédula.
-Sí, querida, satisfacerte. Una de tus debilidades hace que los mozos del pueblo te ronden más de lo normal, y corran rumores nada inocentes acerca de tu castidad, y del granero de tu padre salgan en ocasiones más ruidos de los razonables para la moral comunitaria, y del granero del pueblo, y del desván del caserón abandonado en la punta este del pueblo…
Hace una pausa, dándote tiempo para asimilar.
-Están férreamente atados, y no pueden hacerte daño. Y ellos saben que no deben hacerte el más mínimo daño. Así que si lo que te apetece es sentarte encima de sus caras para que te den placer, puedes hacerlo; no te morderán. Si lo que te apetece es cabalgar encima de sus caderas, también puedes hacerlo. Y si alguno no colabora, o te hace daño, no hará falta que me avises: le caerá un rayo de aviso a su alrededor. Y si insiste, el rayo le quemará los pies. Y si aún insiste en hacerte daño, otro rayo subirá por sus piernas… Así hasta que colaboren. Aunque con su actitud tienen asegurada su muerte posterior entre terribles dolores… Ya que cuando termines, tú decidirás quién vive y quién muere, basándote en la satisfacción que has obtenido de todos y cada uno de ellos… Te convierto en ama y señora de sus cuerpos y sus vidas. Tú verás.
Clasdal calla un momento, observando cómo terminas de asimilar la proposición. Se echa adelante y apoya los codos en ambos reposabrazos rocosos, entrecruzando los dedos. Una expresión de ironía humaniza su cara por unos momentos.
-De hecho, míralos. Algunos ya se están preparando.
Das media vuelta y te fijas detenidamente. En efecto, la virilidad de muchos prisioneros se está inflamando; así de lejos, todos parecen iguales, pero los tamaños, los colores y las formas se definen conforme pasan los segundos.
Te vuelves, confusa y ruborizada. Pero Clasdal remata:
-El saber que una hermosa mujer va a poseerlos, y que su vida depende de ello, les da muchas energías ¿verdad…? Más aún si sólo eliges a uno o a do o a tres. Los más atractivos, los más fuertes, los más definidos y proporcionados físicamente… -Te mira con seriedad. –El resto serán ejecutados directamente. Bien… ¿qué decides? ¿los vas a poseer o no?
Confusa y algo incómoda, tardas unos minutos en contestar, pues aunque nunca callaste ante nadie, la figura de Clasdal se magnificaba en aquella cueva, en la que cada vez te sientes más pequeña y vulnerable. Te sientas despacio a sus pies, abarcando con tus manos una de sus rodillas, abrumada conforme pasa el rato. Aun así, levantas la cabeza y señalas a todos los prisioneros:
-Te jactas de lo mucho que me conoces y de todo lo que sabes de mí, y realmente no tienes ni idea de cómo soy. Nunca sería capaz de desear y poseer a un asesino, a un violador, ni a nadie que no me mereciese algún tipo de interés como hombre. Me excitaría más ver que obtienen su castigo al morir, que imaginar cualquier fantasía sexual con ellos.
Todos los prisioneros, salvo dos o tres, al oír esas palabras, gritan, se retuercen, gimen, intentan desesperadamente soltarse las ataduras. Clasdal se levanta:
-¡Silencio! –Su vozarrón parece sacudir la misma roca, y los ecos reverberan durante largo rato incluso por la caverna, atravesando el portón.
Todos cesan al punto sus quejas. No se atreven ni a respirar. Temblorosa, le miras a los ojos. Eres consciente de que cualquier respuesta por su parte podría desatar la furia de ese animal convertido en hombre, pero aún así quieres mirarlo.
Clasdal desvía la cara hacia ti. Sus facciones quedan veladas por las sombras de la crespa melena caída, pero notas que sonríe con ironía y cierta condescendencia, provocando en ti una ira inesperada:
-¿Para qué me has traído realmente? -le gritas, enfadada. Das un salto, te pones en pie y te enfrentas a él con los puños apretados.-¿Crees que puedes mantenerme prisionera en esta cueva? ¿crees que voy a hacer todo lo que quieras? Estás muy equivocado.
Su sonrisa desaparece. La comisura visible de sus labios se tensa. Sus facciones angulosas, su estatura y corpulencia, y su piel manchada le vuelven más temible. Los ojos brillan en medio de las sombras de su cara.
-Tú harás lo que yo te mande -dice Clasdal con voz retumbante, arqueando las cejas y mirándola fijamente. Suavizó su expresión. -No tienes de qué temer, pasarás aquí unos días, y luego te devolveré al pueblo, pero no olvides dónde estás, y aunque me agrade una voz femenina recorriendo hasta el más pequeño de los huecos de esta fría cueva, no dudaré en amordazarte si me molestas.
Clasdal se sienta y te invita a sentarse a sus pies otra vez.
-¿Quieres que mueran estos hombres? ¿no quieres que sean objetos para tu placer?
-No creo que merezcan ni un roce de mi piel, si es eso lo que preguntas.
Aunque tú sabes muy bien que Clasdal haría lo que quisiera, te sientes partícipe de todo aquello, y poder juzgar a aquellos hombres por sus actos tan grotescos y decidir que merecen la muerte, te produce tal excitación que ningún acto sexual puramente dicho te proporcionó nunca.
Al mismo tiempo, estar sentada a los pies de aquel hombre tan poderoso te produce una atracción que cada vez te cuesta más disimular.
Estás inmersa en sus fantasías, y te sobresaltas cuando Clasdal te coge de la mano y te mira fijamente.
-Me ha gustado lo que has decidido, Irune. Puede que esté confundido contigo, pero tus actos en el pueblo no me mostraban otra cosa.
Abrumada y excitada, le escuchas, y dejas que su voz varonil se adentre hasta en el más recóndito rincón de tu cuerpo. Sus palabras son como gotas de agua fresca que mojan tu piel caliente; un escalofrío te recorre desde los dedos de las manos hasta tus pechos, tus pezones se endurecen y se marcan en la camisa como punzones. Intentas arquear la espalda para que no toquen la fina tela y te delaten, pero todos tus intentos infructuosos provocan que te ruborices, así que reaccionas y te yergues, orgullosa.
Clasdal baja los ojos a tu pecho marcado, y capta abiertamente lo que venía sospechando. Bucea durante largo rato en tus ojos, quieto, sin tocarte. Sonríe con mezcla de admiración y deseo, pero también con contención y pena.
-Te sientes atraída por mí –Clasdal cabecea con pesar. –Soy un dragón. Mi ardor es tal, que se destila en este estado de forma humana, aunque intente controlarlo. Si te tomara, te haría mucho, mucho daño; podría incluso matarte.
Te recoges un poco en ti misma, presa de una gran frustración.
-No obstante, hay un lugar especial donde controlo por completo mi forma humana, y ahí sí que puedo darte lo que deseas.
Gesticula suavemente con la mano, y una bola de cristal vuela de la puerta posándose en ella. Te la acerca a ti. Tras un leve resplandor, la esfera muestra un bosque luminoso, con césped, flores y un arrollo con una pequeña cascada. Se ven muchachas desnudas, todas jóvenes y hermosas, retozando en el césped, riendo, peinándose unas a otras sus largas cabelleras, bañándose en el arrollo o lavándose el pelo en la cascada. Una sale del bosque cargada de frutas, que reparte entre todas. Te fijas en ésta última: alta, rubia, de larga y densa melena de brillantes cabellos casi blancos hasta la cintura, curvas potentes y generosas, senos grandes y firmes, y piel albina blanca como la nieve. Destacan sus pezones, de un rosa pálido delicado, y su uve íntima, cubierta de un manojo retorcido de cortos hilos de oro. Se mueve con naturalidad entre todas las demás, que se apresuran a recibir su fruta con respeto y espontáneas sonrisas de cariño mutuo.
La imagen se apaga. Subyugada por la visión, vuelves a fijar tus ojos en los suyos.
-Este es mi harén, y está muy lejos de aquí… ¿quieres ir ahí ahora mismo?
Antes de que contestes, Clasdal desvía la mirada a los prisioneros, que se les nota expectantes, aguantando en lo posible la respiración. Los señala con la otra mano.
-Pero antes, ¿qué quieres que haga con ellos? Tú eres su ama y señora. Tú decides: ¿viven o mueren? Si viven ¿encerrados aquí a cadena perpetua, inmóviles como están ahora, con cucarachas que les transmitirán enfermedades no mortales, pero sí dolorosas? ¿o bien dejarlos sueltos para que se violen y se devoren entre sí, sucumbiendo el último de ellos a la locura, el hambre y la sed? Si mueren, ¿abrasados por una llama, castrados y desangrados hasta morir, mordidos por una macilénfa…? –al oír ese nombre, te abrazas a sus piernas y miras alrededor, a las sombras, esperando ver una pequeña bola negra y peluda – Tranquila, está enjaulada.
-¡Nooo….! –grita desesperado uno de los prisioneros, siendo enseguida coreado por el resto. -¡Por favor, cualquier cosa antes que la macilénfa, por favor…!
Tú te levantas despacio; te invade una sensación poderosa: mezcla de ira, frialdad, autoridad, dominio, rabia, desprecio, determinación. Tu cuerpo se yergue como el de una reina.
-Quiero que mueran hoy mismo. Que su muerte sea tan dolorosa y brutal como los crímenes que cometieron.
Los presos reaccionan con gritos y quejidos aclamando perdón, todos juntos semejan una manada de hienas. Es tan molesto que Clasdal los enmudece con un manotazo en el aire.
Te vuelves, tus ojos centellean por la excitación del poder.
-Me gustaría que mientras agonizan, todos sus crímenes pasen ante sus ojos, igual que sus muertes pasen ante los ojos de todos los asesinos y violadores del mundo, reflejada en una pesadilla tan real, que vivan a partir de ese momento con el temor y la seguridad de la suerte que les espera.
Clasdal sonríe, realmente no sabes cuál es la magnitud de su poder, y la petición, aunque para ti casi imposible, es un chasquido de dedos, un gesto, un parpadeo, para él.
-Así lo haré.
Se levanta, te tiende la mano y salís de ahí. Te acompaña al otro lado de la caverna, penetráis en un pequeño corredor, al fondo del cual brilla una luz suave. A medida que avanzáis, un vapor caliente y ligeramente perfumado roza vuestras caras.
-Esto es un lago de aguas subterráneas térmicas y purificadas. Provienen de las entrañas de la tierra, de un sitio que piqué y moldeé yo hace mucho tiempo.
Te quedas maravillada ante la visión: una pequeña bóveda, de suelo en suave pendiente, va a parar a un lago de aguas titilantes y luminosas. No puedes evitar descalzarte y tocar el agua cristalina, tibia y con un aroma envolvente que te relaja. Quieres tomar un baño, pero la presencia de Clasdal te reprime. Te giras para pedir un momento de intimidad, y te sorprendes al hallarte sola.
Rápidamente te deshaces de tus vestiduras y te sumerges lentamente, notando como te invade esa sensación tan maravillosa. Cierras los ojos, el cosquilleo del agua te sume en un largo sueño, lleno de fantasías y deseos anhelados.
(
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