Y es que vengo constatando que, algunas experiencias íntimas, por mucho que se desee retenerlas, es químicamente imposible.
Erase una vez un vagabundo sediento de cariño y afecto. Pululaba por el mundo real y por el virtual, con otros tantos y tantos como él, en busca de su media naranja. Cada uno buscaba según sus medios, alcances y pretensiones, y él no era una excepción.
Este vagabundo en concreto no se diferenciaba en nada de aquéllos. No era mejor ni peor, ni tenía más o menos riquezas, ni más o menos cultura, ni empatía, ni conocimientos. Pero sí pertenecía a una casta de mendigos afectivos un tanto especial. Dicha casta era muy exigua, sólo la componían unos cuantos de entre los miles de solitarios mendigos, concretamente aquéllos que llegaban a ver en cualquier mujer de su entorno cotidiano un humilde y sencillo proyecto de vida en común, lleno de dicha, complicidad, apoyo mutuo, paciencia y cariño, aunque sólo fuera por un saludo y sonrisa formales: camareras, cajeras, dependientas, alguna vecina, incluso telefonistas lejanas, de los que se enamoraban por tan sólo sus dulces voces.
Pero, como todos sus compañeros de casta, dichas pretensiones se marchitaban en la urna invisible del tiempo y la soledad, enrareciéndose su entorno y volviéndose más huraño, silencioso y hosco. Su rasgos faciales se deformaban por esa autocarencia, se tornaban más y más agrios, tristes y duros; sus ojos lanzaban miradas intensas por doquier, tanto de reojo como directas, y parecían rehuir a sus víctimas; sus manos temblaban muy de vez en cuando, al estar cerca de una mujer atractiva; su boca trataba de sonreírles con toda naturalidad y simpatía, pero le salía un fea y tímida mueca resignada... A solas con su preciosa y frágil rama deshojándose bajo la urna, intentaba razonar en qué se equivocó y cuándo, para que un ente, de difusa identidad, con poder tremendo e impiedad aparente, le convirtiese a él poco a poco en una especie de animal, una temible y repelente bestia, deforme e insconstante, a ratos ultrasensible con unas cosas y acorazado con otras.
Un día decidió acudir a una maga madrina de alquiler, una casta de mujeres con poderes muy especiales que alquilaban sus encantos y habilidades. Buscó por internet, sopesó, se dejó guiar por su instinto, y se decidió por una. Ahorró lo suficiente y se puso en contacto con ella.
No se arrepintió. Aquella maga madrina era profesional, sí, pero tenía ojos, oídos y corazón, y venía a humedecerle de vez en cuando la sequía a la que estaba condenado.
Ya habían tenido dos encuentros. Ambos intensos, sobrecogedores, en los que tocaron muchos registros físicos y emocionales, algunos de ellos completamente desconocidos para el vagabundo.
En el tercer encuentro, el vagabundo se preparó a conciencia: vigiló férreamente todos, absolutamente todos cuantos detalles estuvieran en su mano para resolver la primera impresión y agasajar a la madrina. Pese a que ésta tenía que recibirle igualmente, era algo muy importante para él. Pues en una de sus reflexiones al lado de la urna, reconoció que dichos encuentros eran lo más cercano a las bodas que disfrutaban a su alrededor otros tantos vagabundos con más acierto. Y que a él se le negaban incluso las mínimas señales hacia el espejismo de una. O quizás era que la ramita bajo la urna ya no brillaba tanto como para alumbrarle esas señales.
En cualquier caso, se bañó frotándose con cierta furia, se afeitó, se cortó el pelo, se puso su mejor traje, se acolonió y acudió a la cita con la suficiente antelación como para proveerse en el barrio del resto de lisonjas: una botellita de vino, un ramo de flores y una cajita de bombones. A punto de entrar en el mágico palacio de su carísima madrina, reconoció que se había dejado la banda sonora prometida, pero no se lamentó en absoluto; en aquellos momentos, en su casa no disponía de medios técnicos suficientes.
La maga se quedó impresionada. Alabó su traje, la combinación de colores que le favorecían, y lo miró de lejos y de cerca, de espaldas y de frente. Le dijo que estaba muy guapo y elegante. Y se alegró mucho más al recibir las flores. Muy bonitas, me gustan mucho, dijo, las pondré en un jarrón con agua mientras cenamos juntos. El vagabundo sintió ese calorcillo que da la satisfacción por los detalles cumplidos y apreciados, pese a que ahí fuera renegara machacón de él por considerarlo superfluo e inútil en su formalidad.
Se abrazaron y se besaron. Empezaron a hablar de cosas comunes a ambos, para pasar al día a día de cada uno. Se mencionaron anécdotas, experiencias menores, y sobre todo, posibilidades varias de ideas y proyectos, iniciativas que la madrina, en su trabajo, había alumbrado para sortear la crisis que nos sacude a todos. Hubo cosquillas, chistes, risas por aplicaciones disparatadas de objetos con mandos a distancia. Hubo complicidad, interés sincero pero contenido, y curiosidad. El vagabundo sintió mucha curiosidad por otra maga madrina profesional, compañera de la primera, con la que compartía recursos, circunstancias y simpatía, pero no se atrevió a manifestarla, so pena de rebasar ampliamente su ajustado presupuesto. La crisis golpea a todos, y las tentaciones eran enormes, y había que contenerse. No obstante, la simpatía y el cariño con los que la describía enfundó a la ausente de un halo muy cálido y cercano, y se quedó con esa impresión.
Al casi terminar la cena, la madrina se acomodó poniendo sus pies encima del muslo del vagabundo, y éste los atendió al punto, mientras seguían hablando y riendo. Aquélla agradeció los masajes que recibía en sus bonitos y regordetes pies poniéndole comida en la boca, una ceremonia candorosa que el vagabundo regustó a fondo, pues nunca antes había disfrutado con algo parecido. Acentuó los masajes en los pies, y de paso, transmitió a través de ellos su disposición física, pues tuvo la acertada ocurrencia de encajar uno contra su ingle, mientras el otro era plastilina preciada en sus fuertes manos.
Ella estaba encantadora, participativa, entusiasta. Toda ella era chispa, alegría, experiencia, elegancia, belleza y entrega. El vagabundo la bebía constantemente con la vista y con los oídos, y no se saciaba.
El vagabundo, al abrir la puerta entornada, guiado por la dulce voz de la maga, sintió que el corazón saltaba por la boca y los ojos de las cuencas para ir cada víscera por separado y su cuenta a frotarse contra lo que se recostaba en la cama. Lánguida, sonriente, sabia y segura de sí misma, se mostraba sin complejos, medianamente cubierta por las nieblas oscuras...
El vagabundo sintió que se le nublaba la vista, que las sensaciones empezaban a galopar dentro de él, alterándole la nitidez de los recuerdos...
Unos abrazos y besos de pie, y un repentino empuje sobre la cama, y sentir con los ojos cerrados cómo ella exploraba con determinación y sabiduría sus bajos; su súplica solapada de que, si seguía así un poco más, explotaría, y ella cumplió. Y él explotó. Explotó por primera vez en su vida en manos ajenas. Sintió que su cuerpo ya no le pertenecía, que estaba en otra parte, como huyendo al galope del tremendo oleaje arrollador que le invadía en esos instantes, afianzando con fuerza sus manos en las sábanas para no voltearlas hacia la cabeza agachada sobre sus caderas e interrumpir bruscamente la atrevida y delicada labor que realizaba, pues temía causarle daño y estropearlo todo...
Tumbados el uno al lado del otro, pasando los dedos por su suave piel y rotundas formas. Hablando de intimidades. Ella transmitiendo lo satisfecha que estaba al lograr por sí misma que se desbordara. Y él admiténdolo libremente, exponiendo toda su vulnerabilidad ante ella y, por tanto, la influencia que podía tomar en él, pero que respetó por completo...
Ahora, en la soledad de su cueva, abrazado a su urna, con su ramita brillando tenuemente, se pregunta con cierta ironía si esa sed tan tremenda de compañía femenina estará ahora moldeada hacia las bellas durmientes, entre otras reflexiones...
Muy bien narrado Arturo. Cuánto romanticismo.
ResponderEliminar¿sabes? creo que la bella durmiente eres tú.
Gracias, Susana.
ResponderEliminarNo se me había ocurrido ese giro... pero me he quedado un poco desconcertado: ¿crees que soy yo por lo bellos de mis sueños, por cómo los escribo, cómo los vivo o algo así...? Si es así, gracias sinceras, pero... me temo que dentro de poco probablemente cambies de opinión... No digo más, para no chafar la sorpresa.
Un beso.
Cambiar de opinion?? sabes que temo tu pluma........pero sera muy dificil para mi no creer en tu dulzura, en tus sueños, en miles de matices sobre tu persona, que bien creo poder merecer opinar sobre ellos, pero que decido son solo mios. No deseo cambiar de opinion salamandron.
ResponderEliminarun beso rojo
Oh, María, no te preocupes por mi pluma... de hecho, lo que me gustaría hacer es escribir con ella en tu piel y luego darle la vuelta y hacerte cosquillas con ella...
ResponderEliminarUn beso rojo para tí... de hecho, ahora que lo has mencionado, supongo que ya sabes qué son, en puridad los besos rojos sólo los pueden recibir las mujeres. XD XD
yo tambien pienso que algunas experiencias intimas por mucho que se quiera,retener,intentar,guardar..es quimicamente imposible,y te lo dice otra vagabunda sedienta de cariño...
ResponderEliminarun beso,me ha emocionado.
Muchas gracias, Mara. Ojalá ambos saciemos algun día nuestra interminable sed...
ResponderEliminarDos besos para tí.