… en una empresa de canalizaciones de gas público.
Era mi primer trabajo “legal”. Allí me dieron mi número de afiliación a la Seguridad Social. A pesar de haber cumplido trabajos más o menos sostenidos con anterioridad, pero sin ánimos continuistas; a pesar de que dichas tareas eran de tremendo esfuerzo físico (de ahí derivó una doble hernia inguinal de la que me operaron casi diez años más tarde, y problemas de escoliosis permanente), de que el reglamento laboral no prohibía la manipulación de pesos que ahora sí están terminantemente prohibidos; a pesar de ser menor de edad, en dichos trabajos cumplía, a regañadientes, pero cumplía porque era lo que se esperaba de mí, todo esto quedaba digamos “en familia”; a pesar de todo esto, digo, nada de ello me había preparado para el crudo, frío y competitivo mundo laboral. Para sus puñaladas traperas entre compañeros. Para las ocho horas seguidas en constante tensión. Para los trepas y los caraduras. Para cuestiones de “respeto” a los veteranos, fingir que se rinde y que no se para, aunque no haya nada que hacer. Para saber cuándo callar y cuándo hablar, con qué tonos y con qué actitudes…
Mi padre era chapado a la antigua. Provenía de un mundo donde el trabajo era valioso por sí mismo, cuanto más esfuerzo físico o más arte y técnica, mejor; donde la organización y la gestión de una empresa era un arte misterioso que se llevaba mágicamente por si misma, y que fuera como fuera la empresa, aunque estuviera en la ruina, el trabajo de toda la vida era lo más importante. Donde se sobrevivía a base de créditos para pagar otros créditos…
Y esa fue toda la educación laboral que recibí antes de ponerme a ello. No me asustaba el trabajo duro, el esfuerzo, sudar, encallecerme las manos. Lo había presenciado durante toda mi corta vida a mi alrededor: abuelos, padres, hermanos, amigos de mis padres… Pero estaba pánfilo total en todo lo demás. Y por ahí vinieron los traumas.
Un pariente político mío vino arrasando un día diciendo que me había conseguido un trabajo por medio de un conocido suyo. Encorbatado, bien vestido y tal, otro de la misma calaña necesitaba peones de obra. Y llevado por las expectativas familiares, por la presión espontánea previamente cultivada, acepté.
Una entrevista informal donde se me puso al día de lo que debía hacer, un contrato de fin de obra, la cartilla provisional de la Seguridad Social, y… a trabajar, un precioso día de abril.
Lo primero que aprendí fue a ir con las manos fuera de los bolsillos. Algo que según parece enseñaban en la mili a base de palos, de la que yo me libré por mi sordera parcial. Pero eso no significaba que también me librara de los golpes de la realidad, de mi turno de “marcado” y aprendizaje en carne viva.
Lo segundo, a no ponerme a la vista del empresario o patrono sin nada que hacer. Aunque esto lo aprendí demasiado tarde, cuando ya habían decidido prescindir de mí y de mi ingenua y todavía cándida novatez.
Pues sólo duré quince días. El esfuerzo físico era tremendo: picar y cavar tierra, retirar escombros, asfaltar, picar hormigón, manipular martillos neumáticos o aplanadoras autónomas… Y todo ello, sostenido, hiciera sol o frío, tuviera sed y cansancio, me machacara los riñones, me desollara las manos o se me “entablara” la espalda…
Al cabo de cuatro o cinco días, tenía la permanente sensación de que a mí me tocaban los trabajos más duros, de que ése era mi destino, mientras miraba con envidia desde el fondo de las zanjas a quien manejaba la excavadora, la pala o el camión; sólo unas palanquitas, fijarse en lo que está haciendo, y estar pendiente un poco en derredor, cuando acomete una maniobra. A quien iba de aquí para allá con el camión. A quien portaba un metro, una carpeta y un walkie-talkie, y realizara mediciones. No me creía digno de esos puestos, ya que era el recién llegado y no sabía nada…
Desde el fondo de la zanja, rebozado en sudor, dolores varios, cansancio, calores, me preguntaba qué demonios era todo aquello. Atisbaba en qué mundo estaba a punto de entrar, incrédulo, inocente y ciego… Eso cuando era capaz de reflexionar fríamente en algún breve descanso. Pues la mayor parte del tiempo sentía pánico y rencor.
¿No había sacado una Formación Profesional de cinco años de electrónica para verme en esa situación todo el resto de mi vida? ¿no había cumplido con lo que me exigían, Graduado Escolar, FP I y FP II, en esfuerzo, en dedicación, en tiempo de estudio, en incontables exámenes aprobados, en pasar un curso tras otro intentando no repetir, en ese puñetero “trabajo a fondo perdido” que me pedían cumpliera en mis ratos libres porque era mi obligación familiar? Miraba entre profundas respiraciones, latidos en las sienes y ojos casi desorbitados por el calor y el sobre-esfuerzo a los compañeros veteranos y los veía seguros de sí mismos, y me preguntaba cómo demonios sobrevivían. Qué tipo de vida habían llevado para acabar así. Todo lo que me empujaba a superarme día tras día en mis estudios estaba saltando por los aires.
Rencor encendido pero contenido a la gente que paseaba por las aceras, a ras de mis ojos. ¿Porqué permanecían todos tan tranquilos, cada cual a lo suyo, cuando a dos metros de sus pies un ser humano se desmoronaba casi literalmente? ¿porqué ese tipo trajeado disfrutaba del cochazo en el que se acababa de bajar y se dirigía todo ufano a una oficina portando un maletín que probablemente costaba más de lo que yo ganaría en todo aquel día y los anteriores? ¿porqué un trabajo primario como el mío de entonces era “rapiñado” socialmente y de forma tan implacable y metódica por trabajos secundarios o terciarios? Abría zanjas para canalizar gas de calefacción a oficinas donde estuvieran confortables, y sin embargo, los que trabajaban ahí intentarían por todos los medios desproveerme de mis ganancias, porque medraban con eso… Miraba una valla publicitaria, y odiaba profundamente a la modelo que sonreía al lado del producto: “¿Eso es trabajo y ésa cobra por ello?”. Odiaba a los actores que anunciaban una película, poniendo cara de circunstancias: “¿Eso es trabajo y ésos cobran por ello?”. Odiaba a los cantantes de moda que había seguido en mi adolescencia: “¿Eso es trabajo y cobran por ello…?”
Ahora, casi veinte años después, paseo por las calles enladrilladas o asfaltadas en las que fui “armado caballero” y pasé a formar parte del entramado social, y todavía me encojo levemente de angustia al revivir aquel aherrojamiento. Ahora, veo en internet, en la tv, en la calle, a la gente trabajando en eso, y aún me pregunto cómo conservan el buen humor y el gusto por la vida entre tanto linimento. Ahora, veo una mayoría de negros y latinos en dichas obras, y cumplen con su trabajo con una sonrisa en los labios. Y algo se me remueve encima del estómago: ¿de qué infierno debían venir…? Por mi trabajo habitual (que no actual), me relacionaba con ellos ocasionalmente, y no podía sino sentir vergüenza íntima ante su voluntariedad y seriedad. Y cuando, en una ocasión, se me ocurrió comprar una botella de agua fresca de litro y medio y dársela a una brigada de peones en torno a una gran arqueta que estaban abriendo a pleno sol, la sonrisa que me dedicaron todos fue como un pequeño bálsamo de compañerismo…
Todo esto me inquieta mucho ahora, pues es una pesadilla que constantemente creo que se va a cumplir en mi próximo trabajo, sea cual sea… Junto con la sensación de que, por mucho que me esfuerce, no rendiré, o no se me valorará lo suficiente, o lo más común, a pesar de cumplir, siempre estaré sujeto a los caprichosos vaivenes del mercado y de unos cretinos con másters, titulaciones pomposas, colegiamientos, agendas repletas de contactos y corbatas que hacen y deshacen a su antojo.
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