En el mundo virtual, cuando se establecen lazos, éstos son aparentemente fáciles de lanzarse y que se traben entre sí, como una maraña de sedales de pesca en un mar muy rico y movido. Luego sólo se tiene que halar y a ver qué sale de ahí. La facilidad está en que, si no convence lo que se ha pescado (o mejor dicho, la otra barca a la que conduce el otro sedal), se deshace, se saluda cortésmente a la otra persona a través del agua, y se lanza otra vez, a ver si pican.
Todo esto que tan fácil puede parecer las primeras veces, ya no lo es tanto cuando se llevan muchos intentos. Quizás las expectativas, las huellas que dejan esos tratos efímeros, las sensaciones que se despiertan cuando se profundiza y se afianza hasta que una de las personas tiene que poner los puntos sobre las íes, o deja de responder… hace que la concha en la que se refugia cada día después de navegar por internet se vuelva más rígida, más opaca y más quebradiza. Una extensión de lo que sucede en la vida real, sólo que no tan cruda y palpable.
Y también, como en la vida real, las pérdidas virtuales duelen, aunque se tienen a mano distracciones y pasatiempos virtuales que sirven de amortiguamiento personal, dando una imagen más frívola y pasable a dichas pérdidas. Y aunque no se tengan más bemoles que asumirlo y seguir adelante, en la dirección que le lleve la nariz (o el puntero del ratón), cuando se echa la vista atrás, no se puede evitar recordar las numerosas afinidades encontradas, que en su rapidez y disponibilidad inmediata, se han establecido… y se han diluido con la misma facilidad.
Pero todo esto cambia completamente de registro cuando se unen ambos mundos: el virtual y el real. Porque las reglas y excepciones de uno se tienden a cumplir también en el otro. Cuando se inicia una relación virtual, ésta empieza como una más de tantas. A lo que se da cuenta, se ha ido profundizando, encontrando coincidencias, abriéndose mutuamente y con alegría, algo fácil y típico del mundo virtual. Luego, si por un casual se lleva al mundo real, la mitad o más del trabajo ya está hecho. Ya se conocen, ya han desarrollado una complicidad, un conocimiento mutuo más o menos sincero, lo suficiente como para provocar ese paso: verse físicamente. Y aquí entran las implacables reglas y limitaciones del mundo real, que aquilata esa relación, templándola casi hasta el punto de rotura. Pero… si aún así se continúa, entonces lo que sucede es una mezcla muy libre de las características de ambos mundos: llamadas al teléfono móvil, emails, chats, facebook… quedadas al momento, citas confirmadas en pocos segundos, cafés, copas, comidas, cenas… y todo lo que viene después.
Pero… todas las facilidades puestas para que se dé eso, no pertenecen intrínsecamente al mundo real, pese a que parezca que sí. No hablo sólo de la distancia física (el mayor y más común impedimento para que una relación virtual se fragüe en real), sino de la “empatía común final” (por llamarlo de alguna manera), ésa que hace que una relación que empezó todo chispa, alegría, simpatía, derroche de atenciones y disponibilidad, se transforme por ley de vida en el día a día en común, juntos, con un proyecto muy arriesgado, donde se echan las raíces necesarias para que funcione… Si no funciona, es entonces cuando entra la limitación virtual de terminar esa relación con la misma facilidad y rapidez con la que se estableció.
Y si una persona no es lo bastante madura como para aceptar eso, empiezan los acosos virtuales, las herramientas virtuales para soslayar eso, bloquear tal cuenta, o borrarla y empezar otra con otro alias, frecuentar otros círculos virtuales… Algo que en el mundo real no se puede dar así como así.
En fin… Toda esta retahíla de psicología intuitiva me lleva a la siguiente conclusión: a mí por lo menos me duele casi tanto que se termine una relación virtual sin contacto físico ni visual, que una real. Y me duele más aún si esa relación empezó en el mundo virtual, se llevó al real, y se termina como una virtual.
Y finalizo aquí retomando la metáfora de la concha, que se vuelve más rígida, más opaca y más quebradiza, pero que aún así, tengo que echar otra vez los sedales… con más cautela y lentitud, eso sí.
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