Hasta ahora todo lo mencionado bajo esta etiqueta, Puesto de trabajo, ha sido un auténtico sumidero de vómitos, cagarrutas, clavos oxidados, huesos rotos, costras resecas de iras y rabias varias, cadáveres momificados de ilusiones y pedazos de perspectivas pasadas tajados con serrucho del catorce.
Y seguirá así. Tengo demasiadas crónicas laborales que todavía supuran.
Pero esta vez no.
Hace poco, una amiga me dijo en plan broma que podría escribir un libro con las anécdotas de lo que me había pasado en una iniciativa mía que tuve siete años atrás. Es una frase hecha, desde luego no daría para tanto, pero me dio la idea de contarla aquí con más detalle y distensión, y de paso contrapesar un poco lo contado en el primer párrafo.
En efecto. Esta experiencia tuvo muchas cosas buenas, y alguna no tanto, la más importante, que lo hice por la cara, sin cobrar un duro. Fue iniciativa mía, y aún así por lo más sagrado que a día de hoy no me arrepiento en nada de aquella decisión.
Empiezo por el principio. Mi madre tiene una casa de más de ochenta años en mi pueblo, donde viví mi infancia con mis abuelos y la hermana de mi abuela, a los que quería muchísimo, y aún hoy se me saltan las lágrimas cuando me acuerdo de ellos. Fachada en calle principal, corral trasero que incluye gallinero, cochiquera, conejera y palomar ya desahuciados, y acceso por puerta de garaje a la calle trasera. Planta calle con recibidor, salón, cocina, re-cocina (la gran cocina se dividió en dos para refugiarse en invierno en la más pequeña, que se calentaba mucho antes), despensa y bodega. Estas cuatro piezas formando una única carrera, todas seguidas. Obras recientes tiraron el tabique que separaban las dos últimas, quedando un recinto más acogedor y mono que antes, que tenía demasiados rincones oscuros. Es casi subterráneo, de lo que profundiza en la ladera donde está alojada la casa (y casi todo el pueblo). Al lado de todo esto, en el exterior y subiendo en paralelo, una escalera-rampa de compás muy irregular, de a metro cuadrado por escalón, o casi, sube al corral trasero. A dicha escalera se accede desde una antigua cuadra, habilitada ahora como salón informal, de lo bien que se está por las tardes, dando el sol por toda la puerta abierta del corral, pero sin apenas calor, filtrado éste por las altas, gruesas, rugosas, húmedas y semi-blanqueadas paredes cuyos cimientos parecen bajar con la rampa-escalera.
Todo esto en la planta calle de la casa. En la primera planta, sólo dormitorios y un comedor “de lujo” donde se guarda toda la cristalería adquirida a lo largo de los años en muebles de estilo “clásico”; en sus paredes cuelgan los cuadros que cuentan la historia matrimonial de la rama materna de la familia. Por todos los dormitorios abundan los iconos religiosos: cruces, cuadros, pinturas y estatuas de Sagrado Corazón y de la Santa Trinidad. Y una segunda planta con todo desvanes o graneros, donde todos los hermanos metíamos aquello que íbamos adquiriendo a lo largo de nuestra vida, pero que nos llevaríamos cuando nos independizaríamos. Y por lo menos por mi parte así ha sido.
Nuestro nivel adquisitivo no es muy alto, así que la casa se mantiene gracias a las labores de mantenimiento que realizamos cada verano todo aquel hermano que quiera. Y nuestra participación voluntaria suele ser alta. Volcamos mucho cariño y determinación, pero en cambio nuestras técnicas no suelen ser nada del otro mundo… excepto en el eléctrico, por mi parte, con toda falsa modestia.
Hará unos ocho años, la suministradora eléctrica nos hizo una faena, cobrándonos una barbaridad por “lecturas supuestas”, ya que el contador quedaba dentro, y en los meses en que estábamos fuera no se podía acceder. Así que se decidió emprender la reforma de sacar dicho contador al exterior.
Aprovechando esta reforma, y como yo hacía poco que me había quedado sin trabajo y estaba en plena etapa de autocompasión y autoflagelación mental (más o menos como ahora), decidí coger el toro por los cuernos y propuse a mi familia las reformas. Accedieron, y me puse a ello.
En primer lugar, quité toda la instalación de 125 V, con sus bombillas, sus interruptores giratorios “steampunk” involuntario (porcelana, baquelita o madera), sus cables trenzados de tela en superficie, afianzados por clavos con minisoportes de porcelana. En segundo lugar, me hice con una escalera, martillo y cortafríos, y empecé a picar rozas y huecos para cajas de empotrar. En tercer lugar diseñé y llevé a cabo una instalación de protección en condiciones: dos picas de dos metros de largo de acero bañadas en cobre hincadas por completo en el corral trasero, que con su tierra húmeda y orgánica, era una masa eléctrica excelente. De ahí con cable de cobre desnudo y rígido bajo tubo hasta el interior de la casa, y de ahí distribuir a todas las tomas de corriente sin excepción, con cable de sección reglamentaria. Lo mismo hice con la distribución eléctrica: ¿dos cablecitos oxidados y quebradizos de los que sólo queda la puntita para conectar malamente una toma, un interruptor, una bombilla…? Nanay. Todo ello abajo. Tubo empotrado, cable en condiciones, cumpliendo estrictamente la normativa eléctrica vigente. Y aún así, sobredimensioné algunos cables de alto consumo por lo que pudiera pasar. Ya había tenido muy malas experiencias al respecto en aquella casa…
Aún con todo, tuve que dejar algunas partes de la instalación original tales cuales, porque modificarlas siguiendo la línea general de las obras hubiera supuesto un zancocho demasiado grande para lo que se obtendría.
La otra variante muchísimo más complicada, eléctricamente hablando, era el control de puntos de luz desde varios sitios, algunos remotos. Uno de ellos la escalera interior: cuatro puntos de control que encendían o apagaban tres puntos de luz a la vez, uno en cada planta.
Otro era apagar y encender tres puntos de luz exteriores desde otros tantos sitios, en la escalera-rampa y el corral trasero, con más de treinta metros de distancia entre los más lejanos. Y a desnivel. Y la mitad de los cables por interior.
Y funcionó. Todo ello. A la primera. Sin cruces extraños (se da al interruptor de la escalera, y se enciende la luz del salón o de la cocina). Incluso me permití las dos bromas típicas de electricista con mi familia: inaugurar una rama de instalación previamente preparada (es decir, desconectada en otra parte), y en el momento de darle al botón, dar una fuerte palmada a espaldas de todos, simulando un fundido de plomos. Todos me miran con cara de circunstancias y yo me hago el loco durante unos minutos antes de reír. La otra es el “falso calambrazo”. En lo alto de una escalera portátil, trabajando en tensión (algo que yo hacía muy a menudo, pero eso sí, controlando férrea y previamente los aislamientos y los posibles contactos), suelto un grito, tiemblo un poco, y todos allí abajo gritan y corren despavoridos, chocándose y tropezando unos con otros… hasta que caen en la risa que suelto allá arriba, y que tengo que bajar casi de un salto para retorcerme a gusto por el suelo de las carcajadas.
En la escalera-rampa, al taladrar en la pared para atornillar una caja, acierto por el medio un tubo de agua. Es sacar el taladro y recibir en toda la cara una ducha a presión que no la supera una botella de champán fuertemente sacudida. De hecho cuando me aparté el salto de agua llegaba hasta el tercer escalón, es decir, cuatro metros más allá. Y por un agujerito de seis mm de diámetro. Así que tuve que parar la obra y picar todo alrededor en esa pared para despejar el tubo (¡justito justito en el medio, oiga…! El Guillermo Tell de las chapuzas) y que el fontanero pudiera arreglarlo.
Durante toda la instalación, tuve en cuenta esa extraña regla de albañil que dice: cemento con cobre, malo: resultado, óxido de cobre (de color azul). Yeso con cobre, bueno. Cemento con hierro, bueno. Yeso con hierro, malo: resultado, óxido de hierro.
En esa casa se soporta todo a base de paredes maestras. La fachada, la trasera y cuatro paredes que van de una a otra. Paredes gruesas de verdad. Lo típico es más de medio metro macizo de pedrusco y argamasa, con las superficies encaladas o empapeladas, dependiendo del uso del recinto al que dé. Así que, a pesar de mi previsión en cuanto a intentar evitar agujeros pasantes, no tuve más remedio que hacer uno como mínimo en medio de una ´panza´. Al no disponer de barrenas extralargas para los taladros de juguete que tenía (por cierto, en esa obra quemé dos) me rompía la cabeza pensando en cómo demonios hacer ese puñetero agujero. Un pariente me prestó una barrena maciza del diámetro idóneo (32 mm), pero no era lo suficientemente largo: 45 cm. Probé a taladrar desde ambos lados, que así alcanzaba de sobra, pero no atinaba. Las referencias que tomaba a un lado y al otro eran muy volátiles. Me pegué toda una tarde intentando atravesar esa pared. Hasta que lo conseguí, no sé muy bien cómo. Pero sí sé el aullido de alegría que pegué al ver al otro lado la ansiada punta, y mis autocoreos, mis golpes de macho alfa en el pecho, mis cantos de victoria a grito pelado, para susto y diversión de mis entonces sobrinitos pequeños… Las dependencias del corral trasero, en cambio, son de adobe puro y duro.
Por supuesto, acepté todos los añadidos que tocaban. Es decir, no sólo picaba, sino que enyesaba los tubos y cajas de preinstalación, lucía con yeso las paredes lo mejor que sabía (creo que dadas las imperfecciones de la casa, el resultado ha sido doblemente bueno; mi “estilo” no encajaría en absoluto en diseños modernos rectilíneos, “a peso” y “a nivel”, es decir, profesionales), limpiaba, pasaba los cables, conectaba, sino que además hubiera pintado, de no ser porque mi familia percibió la enormidad de la tarea, y se turnaron para evitarme esta última parte.
Estuve todo el verano: parte de junio (dedicada más bien a mentalizarme, diseñar, adquirir y recopilar todo el material posible en grandes superficies comerciales), julio, agosto y septiembre. Trabajando sábados y domingos, sí, pero a mi marcha, a mi ritmo. ¿Que a las 12 am tenía tanto sueño que me caería redondo…? Pues nada, a echar una cabezadita sin ninguna acusación ni remordimiento, a pierna suelta. Precisamente por este detalle, mi ritmo circadiano funcionaba de una manera extraña: me levantaba a una hora más bien temprana (8-9), desayunaba, trabajaba, echaba una siesta pre-comida (de 12 a 1,30 aprox.), comía y después toooda la tarde trabajando, sin parar, hasta las diez de la noche como norma no autoimpuesta (algún día terminaba a las 11) por agotar las masadas de yeso o cemento y que no se desperdiciaran. Nunca atinaba con la cantidad, y hacía más de lo que tocaba, y en esa casa siempre hay huecos que rellenar con los sobrantes, a costa eso sí de mucho esfuerzo, pasar y repasar con la llana y la paleta para que entrasen bien…
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