Basada en una presidencia moderna ficticia en EEUU, hubo una tentativa de otra serie más antigua, en la que el presidente era una mujer, “Señora Presidenta”, pero fracasó.
Uno de los protagonistas centrales, Martin Sheen, también aparece en otro “icono cálido”, “Apocalypse Now”, con lo que se puede pensar que doy cierto favoritismo a este actor… ¿Y porqué no? De ascendencia española, no lo oculta, visitando de vez en cuando la catedral de Santiago de Compostela, y según leí por ahí no sé dónde, produciendo una serie o una película sobre dichos antepasados.
De todos modos, cuando vi un capítulo por televisión hace ya mucho tiempo, me chocó bastante verle en el papel de presidente, cuando no mucho antes interpretó a un convincente y repeinado jefe de gabinete en “El presidente y Miss Wade”, siendo la estrella Michael Douglas… Claro que, muchísimo antes, le había visto interpretar al presidente Kennedy, en la miniserie Kennedy, pero entonces yo era casi un crío.
En “El ala oeste” me llamó mucho la atención la poderosa dialéctica que desarrollan los personajes entre sí, sin achantarse ni doblegarse un pelo, en contraste con las habituales películas de acción, todo puñetazos, patadas, persecuciones, disparos, exhibición de carne, sexo de cartón y poco más, de lo que es muy fácil desligarse, de tan saturados que nos tienen. Aquí, por el contrario, un servidor, silencioso, tímido y siempre dubitativo, se sintió deslumbrado: “Esto es así por A, por B y por C. –No estoy de acuerdo por D, por E y por F. –Sí, pero debemos actuar así por esto, por lo otro, por aquél y por aquélla. –¿De qué estás hablando? ¿qué hay de aquello, lo de allá y lo de acullá? –Sin tener en cuenta que dos más dos son cuatro, que el 50% de esto más el 50% de lo otro son el cien por ciento. –Zulano dijo que sí, Mengano aludió a X y Zutano tiene muchas reservas…” Discusiones para todos los gustos en todo tipo de tonos: comedidos, fríos, apasionados, a voces, entre risas, sonrisas o lágrimas, enfadados, sorprendidos, atónitos, iracundos… y todos ellos casi concatenados: uno detrás de otro, sin cesar, andando a toda prisa por los pasillos, según se cruzan entre sí, o entrando y saliendo en numerosos despachos… acompañados de muchos gestos, aspavientos, expresiones faciales o corporales… y además alguna que otra patada, codazo, zancadilla y empujón (vale, estos cuatro últimos no, pero poco les falta, dada la trepidante energía que transmiten…).
Personalmente, lo que mejor disfruto son las discusiones exaltadas. Las que agotan físicamente a los actores, que se ganen así el pan. Y de todos ellos, el que más gracia y simpatía me despierta es Toby Ziegler (Richard Schiff): antipático, gruñón, triste, malhumorado, honesto, noble, prepotente, sabio, con muchas intervenciones apasionadas y un sentido del humor muy extraño: se ríe de un pareado improvisado en un discurso, pero no abre la boca cuando gasta una broma a un compañero.
No obstante, conforme avanzaba la serie, y sobre todo en segundas o posteriores visiones, se iban evidenciando los vacíos de muchas charlas, cortándolas a mitad o incluyendo otras escenas en medio, dándoles un “respiro”, como si no quisieran revelar el intríngulis del difícil arte de la dialéctica. Aparte, está la evolución de los personajes, que en muchos casos son por exigencias del guión, sin importar mucho la lógica. Se salvan algunas llevadas hasta el final, antológicas e inolvidables bajo mi punto de vista: por ejemplo, la enérgica reprimenda que da el presidente Bartlet a su hija menor Zoey al quejarse ésta de la permanente presencia de sus guardaespaldas. O el implacable “repaso” que somete el mismo presidente en público a una locutora de radio ultracatólica (basado en hechos reales, por cierto). O el discurso que da el congresista latino Santos en una ceremonia religiosa ante un aforo lleno de católicos negros hostiles. O el breve “minuto de publicidad” que dicho congresista suelta espontáneamente en los estudios de una cadena de televisión local, sustituyendo un único anuncio de propaganda electoral de mal gusto…
Hay episodios enteros memorables: sitúo en primer lugar “El Sabbath”, en el que trata sobre la pena de muerte. Realmente magistral, emotivo y humano. En segundo lugar, “Dos catedrales”, con sus “flashbacks” y el enfrentamiento con rotundas expresiones en latín del presidente contra Dios, tildándolo de “matón”, culminando todo ello con la banda sonora de “Brothers in arms”, del grupo Dire Straits. O el capítulo “Noel”, donde Josh Lyman lucha contra las secuelas psicológicas de un estrés post-traumático. O “El largo adiós”, con la visita de C. J. Cregg a su padre, enfermo de Alzhéimer…
Y así tantos y tantos capítulos bien montados, teatrales, espectaculares, entretenidos, tragicómicos, profundos, con moralejas varias, rehuyendo de lo tópico, facilón y demagógico, aunque en ocasiones se les vea mucho el plumero.
Por ejemplo, es llamativa la cantidad de personajes que acceden casi por accidente a puestos de responsabilidad, rechazándolos de primera mano, convencidos de sus supuestas incapacidades y aceptando después con incredulidad y a regañadientes, desempeñándolo a las mil maravillas. Un recurso demasiado teatral e irreal: en nuestro mundo todos compiten por puestos de prestigio, en una batalla más cruenta cuanto más alto es el puesto, y desde luego, las traiciones, los engaños, abusos, chantajes y demás, están a la orden del día.
Algo que no me convence también es el trato que le dan al todopoderoso Pentágono. Como una entidad de vida propia dentro de la democracia estadounidense, a la que no se toca, y si se menciona, es siempre entre algodones asépticos y de pasada. No se denuncia el colosal negocio que supone ese siniestro y enorme departamento estatal.
Por añadidura, suelo torcer mucho el gesto cuando presencio una reunión en la “Sala de Guerra” con el consejo de Seguridad Nacional: ha sucedido algo que requiere respuesta militar, se le presentan las pruebas al presidente, se le sugieren planes de acción, y finalmente él decide. Es un proceso bastante frágil e ingenuo: ¿qué pasaría si las “pruebas” son inventadas para manipular al presidente, que puede tener visión de estado, fino sentido de estratega, criterio propio bien fundado, pero que toma el curso de acción en una determinada dirección por intereses ocultos que él ignora? Atacar a un país tras un incidente grave provocado por elementos secretos propios y sin que dicho país haya tenido nada que ver… La historia, tanto moderna como antigua, demuestra que es un recurso muy habitual como “causa de guerra” entre dos o más naciones hostiles. Y esto con un presidente y asesores inteligentes y honestos, que si son unos cualesquiera, ineptos o irresponsables, o peor, malévolos y destructivos, ya ni me atrevo a imaginarlo. Por eso, el desarrollo de la historia del asesinato y posterior eliminación de un alto cargo de un país árabe acusado de terrorista, y sus consecuencias, me suenan a farsa. ¿Un periodista descubre la verdad y la publica sin más, sin eliminarlo, ni controlarlo, ni chantajearlo…? Me río de ese desenlace. Eso no sucede en la vida real ni aunque supusiera la caída fulminante de una cúpula mandataria (por ej., las armas de destrucción masiva en Irak, que no provocó ninguna dimisión en el gobierno Bush en cuanto se supo que era falso).
También me cuesta compartir e interiorizar los dramas que se desarrollan en torno a soldados o agentes del orden caídos en combate en misiones recientes. ¿Por uno, dos, tres, diez soldados o policías muertos, heridos, secuestrados o apresados por el enemigo, de entre decenas de miles que conforman el ejército o los cuerpos de seguridad, montan un pifostio social…? ¿No es ésa su misión? ¿no sabían a qué se exponían, llegado el momento? Los parientes de esos soldados o agentes, ¿qué esperan si los envían al combate, o a un entrenamiento de alto nivel, con riesgos reales? No digo que se trivialice, pero me cuesta asumirlo como drama público. Y más en una sociedad como la estadounidense, donde llevar armas es legal: cualquier tarado puede montar una escabechina, con rehenes de por medio.
Tampoco se denuncia en ningún capítulo la presencia y ramificaciones a todos los niveles del crimen organizado, sus influencias, manipulaciones y demás en el seno de la sociedad, no digamos en la política pura y dura (quizás la mención de un asesino adolescente huido a Italia, reminiscencias de “El Padrino”, pero aquí se centran únicamente en los aspectos éticos de los tratados de extradición). No se menciona nada de la tremenda fuerza y control que tienen las mafias en los sindicatos estadounidenses y en todo tipo de negocios prósperos y bullentes, legales o no.
También me chirria el uso del topónimo continental como nacional: “Americanos”, para referirse a sí mismos, tratando a los demás países del continente como no-americanos o como americanos de segunda. Algo muy extendido y aceptado tanto en las capas bajas como en las altas esferas de esa sociedad.
Otro recurso teatral de diversión garantizada es contemplar las reacciones de la gente “normal” al tratar con el imponente POTUS (President Of The United States) por primera vez. Dicho recurso dejó de tener fuerza a partir de la tercera temporada, al ser ya algo muy habitual para el espectador.
También sería muy discutible las largas jornadas laborales que se pegan en todos los episodios, llegando a dormir en cualquier rincón en la oficina. Una característica aparentemente muy de allá, pero que no comparto en absoluto. No existe devoción que aguante semejante trato sin acabar todos tarumbas, aunque lo exija el deber, el deseo de prestigio o la ambición.
En cuanto a la calidad de la serie entera, habrán muchos seguidores que se sentirán algo defraudados por una leve ralentización argumental en la tercera y cuarta temporadas, demasiado técnicos o enrevesados. Igual cantidad o mayor de seguidores que se sentirán descolocados a mediados de la sexta y en toda la séptima temporada, con la descentralización de los protagonistas: el presidente y su corte comparten banquillo con diversos aspirantes y sus respectivos equipos. Pero los actores principales seleccionados, Jimmy Smits y Alan Alda, son de lo mejorcito, en mi opinión, y no defraudarán en absoluto a los acostumbrados a la poderosa aura de Martin Sheen.
Resalto asimismo una faceta de la interpretación de éste último: como padre de tres hijas, lo borda por completo. Un auténtico padrazo, respetuoso, rumboso, con sus dudas, enfados, sentido del humor muy tierno y maduro, que despierta mucho cariño en los espectadores. Eso sí que es un padre, y no Homer Simpson, o Padre de familia, o cualquier otra caricatura que arrasa ahora entre la gente. Pero no, se ve que la burla, la sátira y hacer el payaso entre los padres varones es estar más a la última.
Concluir diciendo que, en mi fantasía hogareña, me imagino a mí mismo viendo esta serie en compañía de mi pareja, y apretándole la mano con mucho calor cada vez que va a salir una escena impactante, preparándola en instantes al eco que le producirá y que espero que sea el mismo que a mí. Algo así como la reacción ante una película de miedo, pero al revés…
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